Capítulo veinticinco: La tarde. [EDITADO]


Álvaro:


Aquel día, comí con mi mujer. Fue la comida más incómoda que tuve con ella en tantos años de matrimonio. Nuestra chispa se había apagado con la monotonía, pero de repente, volvía a encenderse con la llegada de un hijo, y yo cargaba demasiados errores a mis espaldas. Demasiados secretos, que me moría de ganas de contarle, y que me habría atrevido a hacerlo, pero no podía. No podía estropear el regalo que nos estaba dando la vida, la segunda oportunidad que nos brindaba el que ella estuviera embarazada posiblemente.


Caminaba por Callao deprisa. Quería acabar cuanto antes con lo que fuera que María tenía que decirme. El punto y final en nuestra relación me esperaba en la siguiente esquina. Debería de haber ocurrido así. Nada de todo aquello debería de haberse liado tanto, nunca. Y en gran parte la culpa era mía. Yo estaba casado. Yo era el adulto. Yo era el profesor.


María como cada vez que nos veíamos, habría llegado antes. Seguro. Nunca me atrevía a esperarla. Nunca me arriesgaba a que nos descubrieran. Y allí estaba. Para variar, la saludé tapándole los ojos con las manos mientras me esperaba, sentada delante de la barra del bar Quédate. Me sonrió cuando le destapé los ojos. La conocía bastante bien. No era una sonrisa verdadera. Se le notaba en la cara que tenía miedo. Quizás más que yo. Ni siquiera le di dos besos, mucho menos uno, como acostumbrábamos. Agarré el taburete más cercano, y me senté a su lado. Enseguida llegó la camarera de siempre, y me preguntó que qué quería tomar. Pedí una cerveza. María ya bebía de la suya.




Aitor:


Después de la conversación que tuvimos en el estanque esa misma mañana, no volvimos a besarnos ni una sola vez. Durante la comida en una hamburguesería, hablamos de temas sin importancia. Un poco de a dónde queríamos encarrilar nuestras vidas después de los estudios, un poco de música, y un poco del calor que hacía. Mis planes para el verano eran quedarme en Madrid, mientras que ella veranearía durante quince días en Murcia, como cada año.


Le propuse ir al cine, y ella incómoda aceptó. No sabía lo que tenía Laura, pero aún dejándole claro que solo quería que fuera mi amiga, quien empezaba a dudar era yo, y dudaba porque me negaba a que el reloj avanzara. Dudaba porque me encantaba compartir las horas con ella, y dudaba porque estando ella, apenas pensaba en Daniela. Quise agarrar su mano, pero me controlé. Esa situación nos estaba volviendo locos. El primer beso que nos dimos, tan solo unas horas antes, me estaba volviendo loco. A mí. Era obvio que a ella no. Ella nunca se fijaría en mí, y me dio rabia. Me dio rabia porque ni siquiera yo sabía por qué necesitaba que se fijara en mí.


Laura caminaba callada, y me consoló que lo hiciera a mi lado.


-¿Te pasa algo?


-Estaba... Pensando en las vacaciones en Murcia. Me muero de ganas de ver a mi amigo Pé.


Me rugieron las tripas. Nunca me había hablado de Pé. Sin saber por qué, no pude evitar preguntarle por él.


-¿Pé? ¿Qué clase de nombre es ese, por Dios?


-Pedro. Es un chico de Murcia.


-Ya, ya. Imagino.


-Llevamos años chateando, y solo podemos vernos en verano.- Continuó.


Pero seguía sin dejar nada en claro. Y yo, me moría de celos sin saber por qué.




María:


-Espero que no me hayas hecho venir hasta aquí por una estupidez.- Fue lo primero que me dijo nada más sentarse a mi lado.


-Necesitaba tu ayuda. Si no eras tú, no sabía a quién recurrir.


-Espero que sea la última vez que lo hagas. No soy tu colega, y mucho menos tu novio.


Puse mi mano en su muslo, hasta que me miró incómodo y la aparté. Él alejó un poco su taburete de mí.


-Antes de que hables, quiero contarte yo algo, para evitarte confusiones, María.- Me cortó, cuando estaba a punto de empezar.


Lo miré, esperando. En ese momento, en la radio comenzó a sonar Diciembre y no estás, de Bely Basarte. Como si lo hubiéramos pedido, para acompañar aquel momento que seguro sería desgarrador.


-No tenemos ya nada en común, María. Nunca más lo tendremos. Me da igual lo que quieras contarme.


-¿Por qué estás tan seguro?- Le pregunté, esperanzada. No sentía nada por él, pero estaba despertando algo en mí con cada negativa que me daba.


Resopló.


-Ya te lo he dicho pero te lo repito; es posible que mi mujer esté embarazada. Por eso tengo que pedirte algo, María, por favor. Hoy, antes de que me vaya, quiero que borres mi número de teléfono, delante de mí. Y quiero que todo esto se olvide. Que guardes este secreto. Si no puedes hacerlo por mí, si crees que no me lo merezco, hazlo aunque sea por el bebé. Sabes mejor que nadie que a nadie le gustaría nacer sin un padre.


Tenía los ojos empañados en lágrimas. Me hablaba con la voz tan rota que me arañó el alma. Casi nada en el mundo podía afectarme. Excepto hablar de niños sin padres, y él lo sabía. Él conocía mi historia, por eso también recurrí a él. Puse mi mano sobre la suya, en la barra. Esta vez no la retiró. Lo miré a los ojos.


-Basta con que me lo pidas.




Fran:


-¿De verdad le has hecho eso tío?- Se rió mi mejor amigo Damián, cuando terminé de contarle la jugarreta a Aitor.


-¡Y tanto! ¡Se va a cagar cuando sepa que se lo he dicho a Daniela!


-¿Y Daniela se lo ha tragado?


Sonreí, orgulloso de mi logro.


-¿Qué si se lo ha creído? Todo, Damián, ¡todo! Ya sabes cómo son las mujeres con estas cosas. Se enamoran de un tío, y lo que ese dice, va a misa. Además, Daniela sería tonta si me rechistara; su futuro está en mis manos.


-Eres el puto amo, tío. Encima, te lo tienes creído. Ya que me hubiera funcionado a mí todo eso con Merche.


-El secreto está en dar con una tía cortita, como Daniela. Merche tenía mucho carácter. Dios, si pudiera escucharme me echaría la bronca. Bah, nada que no pueda solucionarse con un buen polvo.


Damián soltó una carcajada, y yo lo acompañé con una mucho más sonora.


-Es que eres un cabronazo, tío. Encima, tienes la herida que me contaste que te hizo Rebeca, ¿no?


-Claro, estaba todo pensado. De menuda me ha sacado esa zorra. Y eh, la puñalada no duele tanto teniendo la satisfacción de haber acabado con Aitor. Definitivamente le debo una a Rebeca.- Le mentí porque no quería quedar como un pringado reconociendo delante de él que la puñalada no me la vi venir.


-¿Sí? Pues adivina quién me ha dicho que quiere verte.


Se me cambió la cara.


-Por lo que veo, tú no quieres hablar con ella, ¿no?


Volví a sonreír, intentando demostrarle a mi mejor amigo que no me importaba en lo más mínimo hablar con Rebeca.


-Dile que venga. La esperamos en el Quédate, ¿no?




Álvaro:


Después de su compresión, y antes de que me contara lo que quería contarme, decidí confesarme. Esa sería la última vez que vería a María fuera de clase, y se merecía una disculpa.


-Gracias por entenderlo, María. No sabía que te lo tomarías así. Me has impresionado.


Ella sonrió.


-Habrás comprobado que además de ser una cría, también puedo comportarme como una mujer. De vez en cuando, aunque sea.


Asentí con la cabeza.


-Estoy muy orgulloso de ti. Esto..., También quería pedirte perdón.


Se impresionó. Lo noté en su cara.


-Ya no importa, Álvaro.


-No, no. De verdad. Necesito cerrar esta etapa de mi vida de la mejor forma posible.


Me miró, con esa cara de concentrada que ponía cuando me prestaba atención. Me aclaré la garganta.


-Quiero pedirte perdón por todo lo que te dije anoche. La mitad de cosas no las pienso realmente. Pero es lo que pasa cuando...


Tragué saliva, no quería echarme a llorar. Tampoco quería reconocerlo en voz alta. No tan directamente. Me interrumpí a mí mismo.


-¿Recuerdas que anoche te dije que gracias a ti estaba volviendo a enamorarme de la vida? Pues no sólo me estoy enamorando de la vida. En este tiempo he conocido a una persona maravillosa, María. En este tiempo me he enamorado de ti. Y todas esas cosas que te dije anoche, son las típicas que se dicen cuando estás enamorado de alguien y sientes que pertenecéis a mundos tan distintos que...


-¿Y por qué si estás enamorado de mí, sigues con Olivia?- Preguntó ella, sin comprenderlo del todo. No la culpé. Aquella situación era difícil de comprender hasta para mí. Aunque la respuesta era simple, y la entendía, no era lo que quería realmente. Era lo que debía de hacer.


-Porque Olivia y el bebé me necesitan. Y tú sabes que es así. Tú lo sabes, María.


-Está bien. Está bien.- Dijo ella, cabizbaja. No me miró a los ojos. Parecía que aquello le afectaba más de lo que ninguno de los dos creíamos que le afectaría.


No dijimos nada más durante unos segundos. La canción terminó, y el locutor decidió que era momento de ponerse ñoños con la canción El final, de Cinco de enero.


-¿Puedo pedirte algo?- Me preguntó, con un hilillo de voz.


Estábamos a punto de echarnos a llorar. Los dos.


-Una última cosa, por favor.


Asentí, a la espera.


Tragó saliva.


-Sé... Extrañamente sé que te voy a echar de menos. No sé muy bien por qué.


-Vaya, gracias.- La interrumpí.


-Hablo enserio. Voy a borrar tu número de teléfono, voy a borrarlo todo, y no le diré una palabra de esto a nadie, nunca, bajo ninguna circunstancia. Y como has dicho, ya ni por ti, sino porque sé lo que es nacer sin padre..., y sin madre. Y no le deseo eso a tu hijo. Tampoco le deseo eso a tu mujer. Y ya que estamos, tampoco soy nadie para castigarte de ese modo a ti. Lo único que te pido... Lo único, es un beso. El último. Sólo... Sólo si tú quieres. Después, te contaré lo que he venido a contarte, y me iré. Nuestra relación el curso que viene será la de alumna y profesor. Te doy mi palabra. Pero por favor, bésame por última vez.


-María, el próximo curso no daré clase donde mismo.- La interrumpí. Eso no se lo esperaba; lo acababa de decidir.


Miré a todos lados, nervioso, buscando alguien que pudiera reconocerme. No quería arriesgarme más, y esta sería la última vez. Tampoco quería negarle un último beso a María. Ni quería, ni podía. Me habría arrepentido durante toda mi vida.


-María, el último. Y no le contarás nada de esto a nadie.


-Te he dado mi palabra, Álvaro.


Me levanté del taburete, y me acerqué al suyo. Me miraba con los ojos rojos.


-Por favor, dámelo como el último que es.


Me acerqué lentamente a su boca. La agarré de la nuca. Pasé la otra mano por su clavícula, y la besé. La acaricié con esa mano mientras nuestros labios se fundían. El beso duró cerca de medio minuto, calculé. Y en ese medio minuto, tras acariciarle la clavícula, enrollé un dedo en un mechón de su cabello. Y como todo, llegó el final. Llegó en forma de carcajada, cuando aún no había separado mi boca de la de ella. Una diabólica carcajada a mis espaldas por encima del sonido de la canción que sonaba.


-Vaya, vaya, profe. ¡Qué pícaro!


Dejé de besarla, pero seguíamos respirando el mismo aliento. Apreté su frente contra la mía, un segundo más tarde le di un beso dulce en la frente, y me giré para mirar a Fran. Ya nos habían pillado, disimular no habría servido de nada.

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