Capítulo catorce: Dulces sueños. [EDITADO]


Alessandra:


-¿No vas a perdonarme?- Le pregunté, saliendo de mi coche cuando ella se había bajado del de Yago y estaba buscando la llave para abrir su portal. Me había costado perseguir el coche de Yago sin ser vista, pero lo había conseguido, y ahí la tenía, sola e indefensa.


-¿Qué haces aquí otra vez?- Me preguntó ella, entornando los ojos.


-Venir a hablar contigo, ¿no lo ves?


Me miró, apoyando la espalda en su puerta.


-¿No vas a dejarme nunca en paz?


-Me merezco una explicación, cariño.


-Te dejé de querer, ¿no te parece eso una buena explicación?


Me acerqué a ella.


-No voy a consentir que me mientas. Yago te comió la cabeza, ¿verdad?


-Yago me abrió los ojos.


-Menudo cabrón. Era mi amigo.


Se rió.


-Antes de ser tu amigo, fue el mío. Era tu amigo porque tú y yo éramos novias, ¿recuerdas?


-Cómo olvidarlo. Estar contigo fue lo mejor que me pasó nunca.- Apreté los puños, y ella tensó la mandíbula.


-Ojalá yo pudiera decir lo mismo sobre ti, pero tendrás que aprender a superarlo, en eso consiste.


-No puedo. Estoy enamorada de ti, Eme, y me estás destruyendo.


Soltó un bufido.


-Te lo estoy pidiendo por las buenas, Alessandra. Olvídate de mí.


Apreté los dientes, tratando de controlarme.


-No me pidas que te olvide. Lo haría si pudiera.


Mierda. Estaba a punto de llorar.


-Madura, Alessandra. Si pudiste destruirnos, podrás superarnos. Eres una tía fuerte, puedes con esto y con más. Si hay algo que pretendí estando contigo era que lo tuvieras siempre claro: puedes conseguir lo que quieras, siempre.


La miré, esperanzada.


-Tú eres lo que quiero, no me importa cuánto tenga que luchar, tienes que volver... Conmigo.


-A mí hace mucho que me perdiste, pero puedes superarlo, Ale...


No la dejé terminar la frase, le di un puñetazo en la cara y su cabeza chocó contra la puerta. Se quejó por el dolor, y se cubrió la cara con una mano.


Me clavó una mirada llena de odio, y no dijo nada. Por un segundo comprendí que me odiara, había vuelto a pegarle. Me quedé paralizada, rezando por borrar los últimos segundos. Pero Eme nunca los iba a olvidar.


Me subí a mi coche con la cabeza baja, arranqué y me alejé de allí, dejándola paralizada con una mano en la zona de la cara que yo había golpeado.




María:


Volvía a estar en la misma zona de mi cuerpo que hacía un rato, pero aquella vez era distinto. Estábamos en la cama que compartía con su mujer. Me había llevado en peso, y me había echado con delicadeza sobre la colcha, para una vez allí, desvestirme y comerme a besos.


Gemía mientras él me devoraba.


-Pasemos a la acción de verdad.


Coló la mirada entre mis pechos para ponerla sobre mis ojos. Esa mirada que tanto me gustaba, cargada de fuego. Me mordí el labio.


-Te vas a enterar tú...


Me lamió con fuerza, mirándome a los ojos directamente durante todo el rato, y yo cada vez me sentía más húmeda.


Se apartó para coger un preservativo de la mesita de noche.


-¿Quieres que ponga música?- Me preguntó.


Yo me reí.


-Déjate de música y ven aquí.


En ese momento, se escuchó cerrarse la puerta del salón, y antes de que me diera cuenta, ya estaba escondida en el armario, donde me vestí en la oscuridad.




Yago:


Cayó rendida en mi cama nada más entrar en mi habitación. Se quedó durmiendo en cuestión de segundos, sin apagar siquiera la luz. Yo me tumbé a su lado y la contemplé en silencio. Era una pena que fuera a casarse tan pronto. ¿Qué habría hecho ese tal Fran para conseguir conquistarla de esa manera? Ella era una chica complicada, nadie debería de tener el derecho a tenerla para siempre, y Fran tenía demasiada suerte por tenerla, aunque no lo supiera. Aquella noche, la habría besado, pero ella ya me había dejado claro lo enamorada que estaba de su novio, y yo frente a él no tenía ninguna oportunidad. Era consciente de ello. La contemplé en silencio, no quería despertarla, no quería moverme demasiado y molestarla. Y era tan bonita. Hacía años que no me sentía atraído por ninguna chica, Eme era la única con la que me relacionaba y para mí era una hermana, nunca podría mirarla con otros ojos, además de que a ella ni siquiera le gustaban los hombres. Qué difícil tuvo que ser para ella llevar el ritmo de vida de Alessandra. Suerte que estaba yo allí para ayudarla, y qué mala suerte que Eme no estuviera cuando perdí a Amalia. Ella habría sabido apoyarme, me habría levantado el ánimo. Qué pena que aquello ocurriera un año antes de que Eme llegara a mi vida. Y qué pena que aquello hubiera ocurrido. Cada vez que recordaba a Amalia, se me encogían la garganta y el corazón, y me entraban unas ganas incontrolables de romper a llorar. Ya no la quería, no se puede vivir enamorado de un recuerdo, y poco a poco, aprendí a superarlo, pero a menudo seguía echando de menos a la única chica que había conseguido robarme el corazón. En esos tres años, no había vuelto a besar a nadie, y si Amalia hubiera estado allí, nunca habría tenido ojos para nadie más. La amaba, y no iba a ser un estúpido como Alessandra lo fue de darle motivos a quien amé para irse. Amalia había significado un antes y un después en mi vida, y el después durante mucho tiempo solo significó oscuridad. Habría creído que cada vez dolía menos recordarla, pero no era cierto. Cualquiera que haya sufrido algo así sabe que uno se hace cada vez un poquito más inmune pues una pérdida así provoca un dolor eterno que se mete dentro de tus entrañas y nunca más sale de ahí. La mujer de mi vida, Amalia, me amaba. Y yo la amaba a ella. Nos separó una discusión estúpida, un portazo, el orgullo de creer ambos que llevábamos razón, y más tarde, una llamada de teléfono de los padres de Amalia. Temblaba si recordaba las palabras llenas de dolor y angustia que escuché. Unos padres nunca deberían presenciar la muerte de su hija.


Y ahí estaba yo, después de tres años sin fijarme en nadie, mirando a Daniela como se mira una obra de arte. Me acerqué a ella, rezando porque no se despertara, y lentamente, rocé sus labios con los míos. Sabía que era la única oportunidad que tendría, mientras dormía. La fuerza de los sentimientos que la unían a Fran me haría imposible volver a besarla cuando estuviera despierta. Nos esperaba un largo verano, y ella estaba tan guapa cuando dormía. Suspiré. Alargué el brazo hasta el interruptor, y apagué la luz. No recuerdo cuándo me quedé dormido, pero sí recuerdo lo que soñé aquella noche.




María:


Desde el armario, escuché por primera vez la aguda voz de Olivia.


-Dios, ha sido agotador.- Fue lo primero que dijo, nada más entrar en la habitación. Supongo que se sentó en la cama, porque escuché el ruido que hacían los muelles de aquel colchón. Al ruido lo acompañó un suspiro.


-¿Qué tal está Ana?- Le preguntó Álvaro, y se sentó a su lado.


-¿Qué quieres que te diga? Tu sobrina sigue tan traviesa como siempre; es un remolino. Cuando sus padres se han ido ha empezado mi tortura. Me ha hecho jugar durante dos horas y media con ella a las muñecas, y luego me ha obligado a llevarla a cenar a una hamburguesería y al cine. ¡Suerte que allí se ha estado callada y quietecita! Tendrías que haberte venido con nosotras, así me habrías echado una mano.


-A Ana le encanta estar contigo, mujer.


-Sí, cariño, y a mí contigo. Lo que está claro es que los críos no son lo mío... Imagínate si tuviéramos uno, son el mismísimo demonio.


-Eso no va a ocurrir. A nosotros, al menos, no.- Le respondió él.


Ella soltó un bufido.


-¿Sabes, cariño? No sé... A veces me gustaría ser normal, poder tener uno. Y otras veces, cuando estoy con tu sobrina, por ejemplo, casi que agradezco eso de que no vaya a ser madre, como todas.


Me sorprendió su confesión. En aquel momento, comprendí por qué su matrimonio no iba bien.


-Escúchame, tienes que estar agotada. ¿No te vas a desmaquillar siquiera antes de que nos vayamos a dormir?


-Efectivamente. Estoy agotadísima, Álvaro. Pero sí, tienes razón. Voy al baño, y así me pongo ya el pijama. Estaba en el armario, ¿no?


Escuché los veloces pasos de Olivia acercándose hasta mi escondite. Sentí cómo colocó una mano en la puerta del armario.


-¡No! Es decir... Esta tarde lo puse a lavar, debe de estar tendido.


Se alejó del armario, y escuché el sonido de un beso.


-Cariño, eres un cielo. Gracias por ponerlo a lavar.


Él se quedó callado. Unos segundos más tarde, entreabrió la puerta.


-Sal, vamos.- Me susurró.


-¿Qué?


-Que salgas, María. Mi mujer no puede enterarse así.- Tiró de mí y me sacó de mi escondite.


Salimos al pasillo, entreabrió la puerta de otra habitación y me susurró sin soltar mi mano:


-Es el cuarto de invitados. Olivia no va a entrar aquí para nada. Escóndete, y cuando creas que es el momento, sal pitando, María. Y no hagas ruido, por favor.


Me encantaba verlo tan nervioso. Le sonreí.


-Dame un beso de despedida, al menos.


-No es el momento.- Me miró suplicándome con los ojos que no le obligara a besarme.


-Está bien. Buenas noches, Álvaro.- Le di un apretón en la mano, y me escondí donde me pidió.


-Buenas noches, María. Hasta mañana.


-Hasta mañana.- Me respondió. Sonrió y cerró la puerta suavemente, conmigo dentro.


Escuché la horrible voz de Olivia al otro lado.


-Cariño, ahí no hay ningún pijama... ¿Seguro que no está en el armario?


Cuando dejé de escucharlos porque volvieron a su cuarto, me escabullí sin hacer ruido.


Una vez en la calle suspiré aliviada. Qué cerca había estado.

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