Capítulo dos: Paseo estrellado. [EDITADO]


Daniela:


Aquella noche averigüé qué planes tenía Fran respecto a nosotros. No era difícil imaginárselo. Después de la gloriosa frase de la señora Durán y su calmada reacción, debí haberlo supuesto. Su madre era demasiado conservadora como para tolerar algo así. Pero no me cabía en la cabeza. Ni siquiera era mayor de edad.


Íbamos por Gran Vía en el Lamborghini de la familia Espinosa.


-¿Cómo has conseguido que te lo preste?- Le pregunté.


-Asegurándole que cuidaría de él.


-Fran, cariño, no tienes el carnet. ¿No lo habrás cogido sin su permiso?


-Claro que no. ¡Nunca me atrevería! Se lo he pedido y me ha dado las llaves. Es su forma de disculparse contigo.


Por mucho que su madre me hubiera ofendido (que no lo hizo), tenía claro que Carlota nunca le dejaría el coche a su hijo para disculparse conmigo. Me quería, pero el coche estaba a otro nivel. Si hubiera tenido que elegir entre que muriese yo o que se le rompiera una pieza a su joyita, estaba segura de que en aquel momento ya habría estado en el ataúd.


A pesar de ser la joya de la familia, Fran no tenía especial cuidado; lo conducía con una mano, y la otra la tenía apoyada en mi muslo. Un semáforo estaba en ámbar, y lo pasamos volando. El siguiente estaba en rojo, y no nos detuvimos. No hubo beso en aquel semáforo.


-Deberías ir más lento.- Murmuré.


Odiaba la velocidad, y mucho más si el conductor no tenía el carnet.


-Soy yo quien está al volante. No temas, preciosa.


-Eso es lo que más miedo me da, que además de no tener carnet, parece que no sabes que el ámbar significa precaución, y el rojo detenerse.


-Deberías estar admirando mis reflejos para esquivar coches en lugar de estar quejándote tanto.


Adelantamos a un taxi que se detuvo un poco más adelante, junto a la acera. Vi a María bajarse de él y caminar apresuradamente dirección Callao.


Estaba segura de que moriríamos en aquel coche de lujo. Fran era un imprudente en la carretera y su madre una mujer mucho más imprudente por dejarle el coche a su hijo sin tener carnet. Volábamos por Madrid, y el estómago me daba vueltas. Más tarde descubriría que lo mucho que corría con el coche no era nada comparado con lo mucho que corría en el amor.


-Fran. O bajas la velocidad, o paras y me voy en taxi a mi casa.


Gracias a Dios, disminuyó la velocidad.


-¿Mejor?- Me preguntó, sonriente.


-Me da miedo que corras tanto, ya lo sabes.


-Y a mí me da miedo que me amenaces con no pasar la noche conmigo.


Sonreí.


-Estás loco.


-Si ahora piensas que estoy loco, verás en un rato... Tú solamente di que sí.


Suspiré.


-Fran, no voy a quedarme.


-Ya lo sé, cariño. Ya lo sé.- Torció el gesto.


El resto del camino lo pasamos en silencio, los dos, mientras en la radio sonaba Por el miedo a equivocarnos, de Maldita Nerea. Me perdí en mis pensamientos. Fran y yo no éramos tan distintos. Nuestras familias tenían prestigio, lujos y estudios. Mis padres eran abogados. Su madre había estudiado política, y su padre era doctor en su propia clínica. Marga, mi madre me presionaba constantemente para que estudiara lo mismo que ella, deseaba que fuera abogada, mientras que la suya obligaría a su hijo a que estudiase política, y como mínimo, acabase liderando España. Se podría decir que nos movían los mismos intereses: amábamos el arte, aunque lo más probable era que nunca podríamos dedicarnos a ello. Él dibujaba, yo escribía poesía. Él leía libros de aventuras, yo vivía enamorada de los clásicos. Él tocaba el piano y el violín, yo cantaba. Pero de todos esos intereses, había uno más grande y que nos unía más que ninguno: los dos queríamos lo mejor para nuestras adineradas familias. La familia implica sacrificio, y ambos estábamos dispuestos a sacrificar nuestra libertad por ellos.




Fran:


Me dolió en el alma que Daniela me hablara así para que bajara la velocidad. Para una vez que podía coger el coche de mi familia, tenía la necesidad de volar con él. Si tenía miedo no tenía más que pensar que estaba conmigo, y que nunca dejaría que le ocurriera nada. Estaba enamorado de ella, y llevaba tiempo demostrándoselo, y si no lo había visto, esa noche no le quedaría ninguna duda. Tragué saliva. Estaba nervioso.


Había aparcado el coche en la calle de Alfonso XII, y nos disponíamos a colarnos en el precioso parque del Retiro.


-¿No podríamos ir a otro sitio?- Preguntó Daniela, colocando el primer pie, para subirse. Con zapatos de tacón y ese vestido, lo tendría complicado. Pero yo iba a ayudarla.


-Éste sitio es especial para mí. Aquí nos conocimos.


Mi respuesta le sirvió para cruzar al otro lado. Pude ver su ropa interior. Cruzó descalza, y yo la ayudé a impulsarse. Luego, por entre los barrotes metálicos, le di los zapatos de tacón y crucé yo. Un par de transeúntes nos miraron con el gesto torcido y siguieron su camino.


Ya en el otro lado, cuando Daniela se calzó, pasé el brazo por sus hombros desnudos, y caminamos juntos por Plaza Parterre.


-Hace una noche perfecta, ¿no es verdad?


Ella levantó la cabeza para mirar las estrellas, y segundos más tarde, buscó con la mirada la luna llena.


Yo besé su blanca mejilla.


Seguimos caminando. Recorrimos casi todo el parque en silencio. Los nervios me desgarraban las entrañas, pero quería esperar al momento oportuno, que llegaría cuando estuviéramos frente al palacio de cristal, como habíamos planeado. Damián, mi mejor amigo también se había colado al parque, por el otro lado, y había dejado una radio en el suelo, justo donde llevaría a Daniela. En cuanto nos escuchara o nos viera acercarnos, pulsaría el play y se iría de allí, como le había pedido. Entonces sería mi momento.


El glorioso momento en que le pediría que se casara conmigo.


El glorioso momento del .


Ya caminaba con más seguridad. Ya no estaba tan nervioso. Todo saldría bien.




Daniela:


Era una noche estrellada. La más bonita que se pueda imaginar, y estábamos solos en el parque más bonito del mundo. Una sensación de calma me invadía. Nos estábamos acercando al palacio de cristal del parque, y una dulce melodía parecía sonar desde allí. Quizás alguna otra pareja también se hubiese colado.


Conforme nos acercamos, reconocí la melodía. Se trataba de All of me, de John Legend.


Él quitó el brazo de mis hombros, y me agarró de la mano.


-Te amo.- Susurró.


Yo no dije nada. Llevábamos dos años juntos, y nunca le había dicho esas dos palabras tan fuertes, y él a mí tampoco. Consideraba que a decirse esas palabras solo tienen derecho aquellos que ya se han casado, y han vivido juntos toda una vida, no dos años.


Vi una radio en el suelo. Estábamos frente al estanque, que estaba delante del palacio de cristal.


Fran se aclaró la garganta.


Me miró con esos ojos color esmeralda, se lamió los labios, y suspiró.


-Tengo miedo.


-¿De qué?


-De lo mucho que pueda cambiar esto lo nuestro. De que el lunes te vayas, y te alejes de mí. De cuando vuelvas, no encontrar a la misma persona que se fue... De que te vayas, y me dejes aquí a mí. Tengo miedo de que me olvides, Daniela.


No esperaba que reconociera de esa forma sus sentimientos. Aparentemente Fran era de piedra, y su mayor miedo, de haberlo tenido, habría sido quedarse sin paga semanal.


-Sólo será un verano. Sabes que no voy a olvidarte, ni a cambiarte por nadie.


Negó con la cabeza. Aquella separación le estaba costando más de lo que creía.


-¿Y qué pasa si conoces a otro chico, y empiezas a sentir más por él que por mí? Estaremos a miles de kilómetros, y él podrá hacerte más feliz que yo.- Preguntó, temeroso.


Yo sonreí. Era tan mono cuando tenía miedo a perderme... Era tan mono aquella primera vez que lo mostró. Tenía las manos metidas en los bolsillos de su pantalón vaquero, y el semblante preocupado.


-Sabes que no pasará eso nunca. En mi corazón solo cabes tú, no hay hueco para ningún otro.


-¿Ni aunque sea un italiano buenorro?


Negué con la cabeza.


-No hay espacio para ningún chico, por muy bueno que esté. Tengo aquí al chico perfecto para mí. Sería una estúpida si lo dejara escapar.


Me acerqué a él y le di un beso en los labios.


-¿Me lo prometes?- Me preguntó con un hilillo de voz cuando nos separamos.


-Claro que sí, cariño. Te lo prometo.


Sonrió, y le brillaron los ojos. Me había acostumbrado a él, y no me imaginaba tener un romance en Italia. Iría allí con todo el dolor de mi corazón por separarme de Fran, sin ganas de conocer a nadie, contando los días para que el verano se acabase y volviese por fin a sus brazos. Estaba convencida de que sería el peor verano de mi vida. No esperaba llegar allí con el corazón herido, y que al terminar el verano, me lo rompieran. No podía imaginarme nada de lo que pasó a continuación, por eso, le hice aquella promesa, para tiempo más tarde, acabar rompiéndola de algún modo.


-¿Sabes? Nunca he sentido tanto por una mujer. Nunca me había enamorado con tanta fuerza. Y es que solo con pensar en el día en que te pierda, se me encoge el corazón y se me eriza el vello. No quiero perderte nunca. Por eso, te he traído al sitio exacto donde nos vimos por primera vez. Cuando vuelvas de Italia, me gustaría que hiciéramos algo.


Sonreí.


-Cuando vuelva tendremos todo el tiempo del mundo para que hagamos lo que quieras. Solo tienes que pedirlo.


De repente aferró mi mano, y se arrodilló delante de mí. Sacó una pequeña caja del bolsillo de su pantalón vaquero y me la tendió.


-Eres la primera mujer a la que amo con todo mi corazón, y quiero que seas también la última. Daniela, ¿quieres casarte conmigo?


Palidecí cuando me mostró el anillo.


No podía creerlo.




María:


Llegué al Quédate con el corazón en un puño. Me había dado toda la prisa posible y aún así había llegado tarde. Otra vez. Pero aquella vez era distinto. Se había ido. Se había coronado como el primer tío en darme plantón por llegar tarde. Menudo cabrón.


Recorrí el bar con la mirada, apoyada en la barra.


La camarera me saludó con una sonrisa.


-¿Lo de siempre, reina?- Me preguntó.


En ese momento, la canción que sonaba acabó y empezaron los primeros acordes de Colgando en tus manos, de Carlos Baute y Marta Sánchez.


Asentí con la cabeza, agarró un botellín de cerveza y lo abrió delante de mí.


Un chico me saludaba desde la otra punta de la barra con una sonrisa y me guiñaba el ojo. Bastante guapo, además.


Le sonreí, fingiendo una timidez que no me caracterizaba, y me senté en el taburete, con la cerveza en una mano.


Entonces, todo se volvió oscuro.


Unas manos me taparon los ojos.


Y antes de que las apartara, supe que era él.


El olor de su perfume era inconfundible.


Cuando quitó las manos de delante de mis ojos, lo miré sonriente.


-Ya estoy aquí. Perdóname, cielo. Ya sabes lo pesada que se pone cuando salgo de casa a estas horas.


Me dio un beso fugaz en los labios.


-Bueno, me termino esto y nos vamos a dar una vuelta, ¿no?

Comment