Capítulo cuarenta y nueve: Calados.



Alessandra:


No sabía que tuviera ese poder para lastimarme. No lo sabía hasta que no me vi a mi misma alejándome de allí, llorando. Intentando que no lo notara, que no se diera cuenta de que me había hecho daño. Pero el orgullo que me caracterizaba resbalaba por mis mejillas, y cada paso que daba, más lejos estaba de él. Y más dolía el eco de sus palabras en mi cabeza.


Lo que más me había dolido, más incluso que la palabra puta, sin duda era que dijera que mi forma de amar era horrible. Yo también sabía amar a pecho abierto. Yo también era capaz de arriesgarlo todo por una persona. Si era la piedra que él creía, no me había conocido en lo más mínimo. La mierda de persona que creía que era nunca habría secado sus lágrimas, no le habría abrazado cada vez que lo necesitó, no se habría inventado que era su cumpleaños solo para darle una excusa de olvidar lo que tanto daño le causaba, y eso que ni siquiera estaba enamorada de él, tan sólo lo hacía por un buen amigo.


Era una noche triste en Roma. Las calles estaban solitarias, y un rayo atravesó el cielo, lleno de nubes grises de pronto.


Me planteé parar un taxi, luego recordé todo el dinero que me había gastado en aquella cena. A ese restaurante me llevaban mis clientes para intentar conquistarme, y yo, caprichosa siempre pedía lo mejor de la carta para acabar rechazándoles, y cobrándoles más por un buen rato. Siempre la misma estrategia. Siempre funcionaba.


Terminé de cruzar la calle con ese pensamiento, y en la siguiente esquina, me sentí observada por unos ojos azules.


-¿Es ella?- Le preguntó, el chico que me observaba a su compañero.


Me observaron fijamente, sentados en el portal de una discoteca cerrada, con un litro de cerveza cada uno entre las piernas. La calle seguía igual de solitaria, y yo caminaba apresurada, llorando aún. Incómoda, por los tacones y por las miradas de esos dos desconocidos.


-Sí. Por supuesto que sí, ¡Luna!


No les miré, segura de que no me llamaban a mí. A pesar de que no había nadie más.


Uno de ellos me alcanzó enseguida.


Me agarró de la muñeca, como si tuviera confianza conmigo.


Temblaba por dentro de miedo. Yo, que segundos antes habría jurado no conocerles de nada, me asombré cuando pude situar su cara. Esos ojos de loco no se olvidan fácilmente.


-Ya ni te paras a saludar, ni a preguntar qué tal nos va, ni nada. Nos vaciaste la cartera, y ya no quieres saber nada de nosotros.


Enseguida se acercó el otro hombre, con una sonrisa de tiburón.


-No la trates así, Tiziano.


-¿Cómo que no, Baruc? Esta putita nos saqueó.


Cuando Baruc estuvo a mi lado, me dio una bofetada que me secó las lágrimas.


-Así es cómo tienes que tratarla.


Me aparté de ellos, pero Tiziano consiguió cerrarme el paso.


-¿Dónde te crees que vas?- Me agarró de los brazos, y apretó las manos con fuerza.


Intenté fingir que no dolía. Lo miraba a los ojos.


-Suéltame, Tiziano.


Por un segundo dudó. Por un segundo sentí que lo que sentía por mí no se le había olvidado.


-No vas a ir a ningún lado, Luna. No sin darnos lo que queremos.


-¿Y qué es lo que queréis?


Esperaba que pasara alguien y me ayudara. Rezaba porque apareciera la policía. Pero no había ni un alma.


-Una última vez. Los tres. Ya sabes.


-Lo siento, Tiziano, yo ya no... Ahora, por favor, suéltame.


Me empujó con fuerza, haciéndome perder el equilibrio.


Caí de bruces contra el suelo, y antes de levantarme por mi propio pie, ya había aparecido Baruc, y me cargaba encima de un hombro, como si fuera un saco de patatas.


-Suéltame. ¡Suéltame!


Le daba puñetazos en la espalda, pero él no parecía enterarse.


-Cuanto peor te portes, peor será, así que estate quieta.


Grité. Pero nadie vino a socorrerme.




Yago:


Estaba solo. Caminaba solo de vuelta a casa, y no era lo que quería. Alessandra me había ayudado muchísimo en el último tiempo, y yo no podía perderla. No de esa forma. No por mi temperamento, por mi mala boca, por ser estúpido. A ella también no. Ya había perdido a Amalia, ya había perdido a Daniela, por consecuencia a Eme. A todas ellas las había dejado marchar, no me equivocaría con Ale. Di media vuelta, y me obligué a mí mismo a correr. Si no me daba prisa, no la encontraría, no podría pedirle perdón.


Conocía perfectamente el camino a su casa, si iba rápido, la alcanzaría.


Corría por las calles solitarias de Roma, una noche en la que se avecinaba una lluvia. Y no sólo la del cielo, se avecinaba una de esas poéticas que te calan el alma, que te enfrían los huesos. Se avecinaba colisión, mientras corría. Alguien acabaría de tirar del hilo que nos unía, y nos acabaría de juntar, juntaría nuestras almas después de aquella noche, aún a riesgo de quebrarnos, de separarnos para siempre. Le pediría perdón, algo que yo no solía hacer, y le pediría que por favor duerma conmigo.


-¿Sabéis que esto que estáis haciendo es ilegal? Os juro que como salga de esta...- Escuché su voz, en el callejón que acababa de pasar.


-¿Quién te va a creer? No vamos a ser tan tontos de follarnos a una puta sin condón. ¿Qué pruebas tendrás?- Dijo una voz masculina.


-No le des más conversación, y al lío. ¿Cuánto por otro de tus servicios completos?- Dijo otra voz de hombre, mucho más ronca.


Di media vuelta, y al final del callejón sin salida, estaban los tres. Alessandra contra una pared, al lado de un contenedor de basura, y ellos dos, aprisionando su cuerpo, impidiéndole cualquier salida. No se percataron de mi presencia, ni siquiera Alessandra.


-Creía... Creía que habíamos dicho que no le pagaríamos.- Dijo uno de ellos.


-Era ironía, Tiziano.- Dijo el que estaba de espaldas a mí, acto seguido le mordió el cuello a Alessandra con rabia. Ella gritó por el dolor, y le dio un puñetazo en la espalda.


El tipo mordió con más fuerza.


-Hijo de puta.- Gimió Alessandra.


Él se apartó de su cuello, y le dio una bofetada.


Entonces, Alessandra me vio.


Yo le indiqué con el dedo índice en los labios que no dijera nada.


Se le escapó un suspiro.


Miró a Tiziano.


-Ahora tú.


-¿Ahora yo qué, Baruc?


Los dos hombres intercambiaron miradas.


Baruc, el de la voz grave, le dio una palmada en la espalda.


-Que le comas el cuello a esta zorra cachonda.


-Perdona, Baruc, zorra se es cuando se cobra, así que por favor, si quieres que los tres lo pasemos bien, no me hables así.- Lo dijo mirando a Baruc a los ojos directamente. Era consciente del poder para intimidar que tenía en los ojos.


-Lo... Lo siento.- Le respondió, avergonzado.


Tiziano se acercó a ella, y hundió la cabeza en el cuello.


Alessandra gimió mirándome directamente.


Me pedía con la mirada que hiciera algo.


Yo con un gesto le respondí que esperara. Me estaba acercando sin hacer ruido.


Tiziano la agarró de una teta, y la estrujó mientras le mordía el cuello.


Entonces, Baruc me vio.


Y Alessandra también se dio cuenta, y le dio una patada en los huevos a Tiziano, que se dobló por el dolor.


Baruc buscó nervioso en los bolsillos de su pantalón vaquero, y cuando encontró lo que buscaba, agarró a Alessandra del pelo y tiró de ella, poniéndola delante de él. Abrió la navaja que tenía en la mano, y se la colocó en el cuello a Alessandra, que me miró horrorizada.


-Como des un paso más, le rajo el cuello, tú decides, campeón.


-Sue... Suelta la navaja. Podemos... Podemos irnos, y ya está, olvidado.- Tartamudeé.


-No es tan sencillo. La puta de tu novia nos robó. A mí casi seiscientos euros, y a él... Él perdió la cuenta. Es hora de que pague. Tú puedes irte si quieres, pero ella se queda. Y prepárate si se te ocurre chivarte a la policía.


-Vete, Yago. Yo me lo he buscado. Tú puedes irte. No quiero que esto te rebote a ti, por favor. Si te pasa algo, yo...


Di un paso al frente, ignorando la advertencia de Baruc.


-Si ella se queda, yo también.


Baruc se rió con una sonrisa que era todo dientes.


-Qué bonito el amor, ¿no te parece, Tiziano?


Tiziano se había agachado, y portaba una tabla de madera larga, llena de clavos oxidados.


-Qué valiente eres, muchacho. Prepárate.


Hizo ademán de golpearme con la tabla con rabia en la cabeza, pero yo conseguí esquivarlo, y los clavos desgarraron la bolsa de basura que había detrás de mí, y se quedó enganchada.


Le di una patada en la cara que no se esperaba, y lo derribé.


Una vez en el suelo, se empezó a cubrir la cara con ambas manos. Un hilillo de sangre resbalaba por sus dedos.


Le di cuatro patadas. Una más en la cara, y tres en la barriga. Tiziano me miraba con esos ojos azules saltones, dolorido desde el suelo.


-Me las vas a pagar, muchacho.- Murmuró.


Le di una patada más en la cara.


Miré a Baruc, y di un paso más hasta ellos.


-Podrás rajarle el cuello a Alessandra, pero la cárcel no te la quitará nadie. Si llegas vivo, quiero decir, porque con él ya he podido.


Baruc me miraba asustado. Le temblaba la mano que portaba la navaja.


-¿Qué otra salida tengo?- Preguntó.


Me aparté, para dejarle el espacio libre.


-Salir corriendo, o soltar a Alessandra y ya nos iremos nosotros.


-¿Cómo sé que no me mientes?


-¡Cuidado, Yago!- Gritó Alessandra.


Tiziano estaba poniéndose en pie, pero no le dio tiempo. Le di otra patada más en la cara, y un diente salió volando por los aires y cayó junto al contenedor. Tiziano se agarró la boca con una mano mientras la sangre goteaba por su barbilla como si fuera un vampiro. Le había partido el labio.


Me crucé de brazos.


-¿Y bien? ¿La sueltas ya?


La soltó del pelo, y le dio un empujón. Alessandra casi perdió el equilibrio, pero siguió corriendo. Agarró mi mano, y corrimos juntos. Furtivos, en una noche en Roma que no debería de haber estado tan solitaria, de no ser por el pronóstico de tormenta.


Nos detuvimos unas calles después, cuando nos aseguramos de que no nos seguían.


-Lo... Lo siento... muchísimo, Alessandra. Por e... so he vuelto. Para discul... parme contigo.- Dije, tratando de retomar el aliento después de la carrera.


Ella no soltó mi mano.


Me miró con esos dos pedazos de zafiros que tenía por ojos.


-No... No te preocupes. De verdad. Yo sí que lo siento por el mal trago que te he hecho pasar.


Ella parecía más nueva que yo, y eso que había corrido subida a unos zapatos de tacón.


-Ni de coña, Ale... No ha sido tu culpa, para nada. Yo en cambio, soy imbécil. Tengo un defecto enorme, y es que no valoro lo que tengo hasta que lo pierdo y... no podía permitirme perderte a ti también. Perdóname, por favor.


En ese momento el cielo decidió que era hora de llover, y no fue un chispeo, empezó con la fuerza de una tormenta, y nos caló.


-No vas a perderme, Yago. Te lo prometo.


Me abrazó, ignorando lo fuerte que llovía.


Y sin separarnos siquiera, nuestros labios mojados se juntaron.


Porque ella decidió besarme.

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