Capítulo cincuenta y ocho: Intenciones.


Laura:


Fran apareció en la cafetería cuando yo ya estaba acabándome el café. Qué equivocado estaba Aitor con él; era un encanto. Se le iluminó el rostro en cuanto me vio y a mí también. Tenía la certeza de que Aitor se habría despertado ya.


Se acercó a mi mesa.


-Pobrecito...


Me dio un vuelco la sangre. Los ojos se me llenaron de lágrimas, pasé en un segundo de estar segura de que Aitor se acababa de despertar a temerme lo peor.


-¿Qué ha pasado?- Solté el café sobre la mesa, vertiendo lo poco que quedaba de él. Agarré una servilleta del servilletero y me puse a limpiar el líquido que había caído sobre la mesa.


Se tomó unos segundos para hablar.


-No, nada... Es solo que... Me destroza verlo así, ¿sabes? Por un lado desearía que Daniela estuviera aquí, y por otro, no. Sufriría mucho por su mejor amigo. Aitor es muy importante para ella.


-Quieres decir que... ¿crees que está muy mal?- Le pregunté. Si Fran me respondía que sí, me echaría a llorar en mitad de la cafetería. No lo hizo.


-No, no... Claro que no. Se pondrá bien. Ese sería el mejor regalo que podría hacernos la vida en este momento.


-¿Te importa pagar mi café? Quiero ir ya a la habitación- Le pedí, entregándole el dinero.


-Ve tú, pago y subo a su habitación contigo. Espérame allí.


Definitivamente, Fran era un sol.




María:


Lo había hecho. Había aceptado las consecuencias de mis actos y le había contado a alguien en voz alta mi mayor secreto, mi sentimiento más profundo, la primera vez que me enamoré de alguien y la primera consecuencia había sido perder a Daniela. Ya nunca volvería a confiar en mí, lo había dicho. Nuestra amistad se había roto para siempre y ni siquiera había conseguido abrirle los ojos respecto a Fran. Había quedado yo como la mala.


-¿Has preparado ya todo, María?- Me preguntó mi madre, entrando de nuevo en mi habitación.


Yo estaba de espaldas a ella, delante de la maleta abierta en la cama.


-No, mamá. Ya casi lo he hecho.


-Perfecto, cariño. Date prisa, salimos en un rato.


El teléfono comenzó a sonar cuando mi madre salió de mi habitación. Era Álvaro. Decidí que no era el momento de responder y un rato después, un mensaje me avisó de que alguien había grabado un mensaje en mi buzón de voz.




Fran:


Cuando pagué el café, subí a la habitación de Aitor y aquella vez me la encontré en silencio, mirando fijamente a Aitor. Tenía fuerza en la mirada. Tenía ganas de que él despertara, pero eso no podía pasar. No podía despertarse nunca. Todos lo olvidarían. Tenía que ser yo quien ganara.


-¿Cómo estás?- Le pregunté, para romper el hielo.


-Impaciente. Sé que de un momento a otro se despertará, pero no veo el momento de que lo haga.


Me coloqué a su lado, le pasé el brazo con delicadeza por detrás del cuello y la atraje hacia mí. Se puso rígida por un segundo, al siguiente se relajó.


-Menuda suerte tiene de tener una tía como tú esperándole aquí, ¿eh?


Entonces, empezó a llorar.


-Él no tiene ni idea.- Sollozó y se giró hacia mí para atraparme entre sus brazos. Yo la abracé con fuerza y ella tembló, presa del llanto.


-Vamos, cariño, no llores.- Le acaricié la espalda. Tuve que hacer esfuerzos para que no me diera un ataque de risa. Era tan patética llorando al moribundo de Aitor...


Se separó bruscamente de mí.


-Si Aitor pudiera ver lo buen chico que eres. Si pudiera ver cómo le apoyas, cómo me apoyas a mí... Eres un tío increíble, Fran. Menuda suerte tiene Daniela.


Colocó su mano temblorosa en mi pecho. Tuvo que notar cómo se me aceleró el corazón cuando pronunció su nombre. Yo empezaba a dudar de todo. Tenía que tomar una decisión pronto; ¿permanecer fiel a Daniela o fiel a mi meta de destruir a Aitor?


Y la tomé en el momento justo y en la dirección correcta.


-¿Por qué pintan tan bonito el amor y es tan basura? Ni Daniela ni él se dan cuenta de lo que tienen a su lado. Esperándoles. No lo valoran. Quizás deberíamos...- Me interrumpí a mí mismo, había estado jugando bien mis cartas. Agarré con delicadeza a Laura de la nuca y la atraje hacia mí. Nos besamos en aquella habitación, donde dos ojos nos miraban sin entender qué ocurría.

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