Capítulo veintiocho: Malas pulgas. [EDITADO]


Daniela:


No sé cómo llegó tan rápido, ni cómo estaba tan segura de que no habría vuelto a mi casa, aunque era obvio que no lo haría en ese momento, después de lo que había pasado con mi madre; no estaba de humor para escuchar la bronca de mi vida. Estaba sentada en un banco del parque de enfrente de mi edificio, intentando controlar las ganas de romper a llorar, cuando la vi salir deprisa del portón y buscarme con la mirada en todas direcciones. Hasta que me vio. Entonces, cruzó la calle sin mirar siquiera. El frenazo me sacó de mis pensamientos. Me levanté de un brinco del banco de piedra, con el corazón en un puño.




Fran:


Al salir del bar, y antes de poder verle la cara, algo me golpeó el hombro con fuerza. Aitor no había logrado esquivarme, iba corriendo al Quédate. Como si necesitara ayuda. Entonces, vi el barullo a las puertas del cine de Callao. El círculo de gente alrededor de una chica que estaba tirada en el suelo, una señora agachada a su lado rociándole enérgicamente la frente con agua de su botella, y un muchacho tomándole el pulso directamente de la muñeca.


-Mírala.- Murmuró Damián.


-Qué buena está. ¿Crees que estaría con él?- Pregunté yo, refiriéndome a Aitor.


-Parece que te pone la necrofilia, colega. Tiene una cara de muerta...- Se rió Damián.


Sabía que ese no era el humor verdadero de Damián. Sabía que trataba de ponerse a mi altura, queriendo ser como yo. Vivía por y para ser como yo, sin saber que sus imitaciones resultaban patéticas a ojos de cualquiera. Francisco Espinosa sólo había uno.


-Para nada, es más, me encantaría que estuviera saliendo con Aitor.- Le respondí. Era verdad, si Aitor se enamorara de ella, incluso me alegraría. Nunca más competiríamos por Daniela. ¿Pero entonces, qué? ¿Qué sería de nuestro amor? ¿Simplemente se acabaría, perdería el interés por volver a ganar? ¿Perdería el interés incluso por casarnos, o seríamos felices para siempre? Por primera vez me planteé hasta dónde llegaban mis sentimientos. Y era porque la carne era débil, y estaríamos todo el verano separados. Pero no. No. Tenía que casarme con ella, ya no era mi decisión. Nuestras familias estaban de por medio, y se disgustarían si las cosas no sucedieran como ellos querían. Damián no dijo nada más, pero noté en cómo la miraba que estaba deseando acercarse a socorrerla. Repugnante. Como si fuera un príncipe, y ella una princesa.




Alessandra:


Iba pensando en ella, joder. Desde la ducha, no había dejado de hacerlo, aunque eso sí, me juré a mí misma esperar a que las aguas se calmaran. Y entonces la vi. Lo primero que vi fue su voluminosa cabellera roja, a unos pocos metros del capó de mi Peugeot 206 rojo. Todos conocen esa milésima de segundo en la que, en un acto reflejo, logras detener el vehículo y evitar la tragedia. Pues yo, sabiendo que era ella, en esa milésima de segundo, lo pensé: Lo mejor para las dos sería que una de las dos muera. Lo siento, Eme. Cuando el pensamiento terminó de cruzárseme por la mente, ya había detenido completamente el coche, y Eme me miraba con pánico. Estaba más blanca que de costumbre. El conductor de detrás tocó el claxon. Me solté el cinturón de seguridad, abrí la puerta y me bajé del coche. Avancé hasta Eme, que se quedó paralizada en mitad de la carretera. Cogí su rostro con mis manos. Estaba fría como el mármol.


-¿Estás bien, mi amor?- Le pregunté, a punto de llorar. Estaba preocupada por Eme. Ella tenía la mirada perdida en un punto del parque. Cuando reparó en mí, pude sentir cómo un escalofrío le recorría todo el cuerpo. Apartó mis manos de un manotazo, y sin decir nada, salió disparada hacia el parque. Y yo la reconocí. Mi sustituta, la chica de la noche anterior estaba alejándose. Seguro que se moría de celos. Por un segundo, me alegré, aunque la alegría duró eso; un segundo. Porque el conductor de detrás volvió a tocar el claxon. Me subí al coche, no sin antes mostrarle el dedo corazón de una mano, como Eme me había enseñado.




María:


Cuando me giré, ya no estaba. Y creí que no volvería a saber nada de él. Pareció que se había evaporado, y por esa vez, lo respeté. Aún conservaba su número de teléfono, pero no iba a molestarle, le había dado mi palabra. Me agaché para recoger mi teléfono, con la pantalla destrozada. Pagué las dos cervezas que Álvaro no había pagado con todo el revuelo, y entonces descubrí a Aitor, que trataba de llamar la atención de la camarera en el otro extremo de la barra.


-¿Me puede dar un sobre de azúcar, por favor? Mi amiga se ha desmayado.


La mujer abrió mucho los ojos.


-Sí, claro, toma.- Le dio un par y Aitor salió disparado del bar, sin darle las gracias siquiera. Yo también salí del Quédate, cabizbaja. Preocupada por Álvaro, por todo lo que Fran sabía. Si lo descubrían, ya ni siquiera me preocupaba que Olivia se enterase, me preocupaba que perdiera el trabajo. Pronto tendría un hijo al que alimentar. Eso era lo que me preocupaba más que nada en el mundo, más que su matrimonio.




Mariana:


Ni siquiera reparó en nosotros cuando la vimos. Aunque claro, no tenía que hacerlo. No nos conocía, no nos recordaba, y tal vez, ni siquiera fuera consciente de lo que ocurrió cuando tenía dos años, cuando la abandonamos, tal vez, su familia de ahora nunca le contó que era adoptada. Callao estaba a rebosar de gente, y por una vez, la suerte nos había sonreído y podíamos camuflarnos con el entorno como una familia más. Una familia más que llevaba a su hija al cine. La pequeña Ana nunca conocería aquella historia que llenaría de dolor y terror su corazón. Mi hija de seis años nunca sabría de la existencia de Alejandra. Cuando preguntase el por qué de su nombre, nunca tendríamos el valor de responderle porque son tres letras del nombre de tu hermana. Tal vez ya ni siquiera se llamase Alejandra, pero estaba claro que era nuestra hija. El lunar en el lado izquierdo de su nariz puntiaguda, esos ojos verdes con tanta luz, la forma de su bello rostro, el cabello liso y negro, cayéndole en voluminosos ríos por la espalda... Todo en ella era el reflejo de la adolescente que fui, aunque eso sí, mucho más atractiva, y... mucho más preocupada. Sin conocerla, le noté en el rostro que algo no iba bien; ponía la misma cara que yo cuando estaba disgustada. De haber sido posible, la habría abrazado.


-¿La has visto?- Me preguntó mi marido, procurando que Ana no se enterase. Asentí con la cabeza. Cómo no, él también se había dado cuenta de que la joven que había pasado por nuestro lado era nuestra hija. De golpe, los recuerdos afloraron.


Fueron unos años difíciles, sin el apoyo de nadie más que el de mi marido. Ni mis suegros ni mis padres quisieron nunca que estuviéramos juntos, menos aún que me quedase embarazada de él. Cuando se enteraron, nos echaron de casa, a los dos. Sin pensar en la hija que íbamos a tener. Sin pensar en que éramos sus hijos. Suerte que por aquel entonces, él llevaba ya cuatro años trabajando en un bar, y pronto, con lo ahorrado y la ayuda económica de algún amigo suyo, conseguimos comprar un piso que se caía a trozos. El espejismo de que la suerte nos sonreía, el jodido espejismo de que seríamos felices, juntos. Durante los cuatro primeros meses de embarazo, estuvimos felices. Por fin vivíamos solos, y nos queríamos más que nadie, y pronto seríamos los padres más felices y afortunados del mundo. Mi, por aquel entonces, novio fantaseaba con no ser nunca tan estricto con Alejandra como lo fueron sus padres, y yo fantaseaba con educar a mi hija mejor de lo que lo hicieron mis padres, antes para que fuese feliz que para que fuese alguien. No es ni la mitad de malo morirse y no haber sido nadie de lo que lo es morirse y no haber sido feliz. Seríamos los padres más enrollados del mundo. Al quinto mes de estar embarazada, el bar cerró. Entonces, de la noche a la mañana la mala suerte tocó a nuestra puerta, se llamaba facturas, y para cuando Alejandra cumplió su primer año, ni él encontró trabajo, ni yo tampoco, ni pudimos pagar todo lo que debíamos. Y el banco nos quitó la casa. Durante todo un año, mi bebé, él y yo vivimos en la calle, entre cartones. Eso sí, nuestros padres jamás nos ayudaron. ¿Nuestro crimen? A lo Romeo y Julieta, enamorarnos de un miembro de la familia rival. Alguna que otra vez, mientras pedía limosna, con Alejandra en brazos, o dándole el pecho, me crucé con mi madre, si es que a esa bruja se le puede llamar madre. ¿Y qué? Apartó la mirada y siguió con su vida, como si nada. Cuando Alejandra cumplió dos años, el día de su segundo cumpleaños, las cosas no habían mejorado. Su padre y yo habíamos discutido varias veces qué sería lo mejor para ella, y finalmente decidimos que nosotros no, que no podría soportar otro invierno más en la calle, que acabaría creciendo y ni siquiera podría ir al colegio, y antes de que me la arrebatasen asuntos sociales, decidí que el mejor regalo que podría hacerle nunca sería el de vivir. Y así fue como la abandoné en un orfanato. Nunca en la vida había llorado tanto como esa noche. A su padre tampoco lo había visto tan roto en la vida. Tres años más tarde, volvimos a encontrar trabajo, los dos, y ahorramos durante años para venirnos de Córdoba a Madrid a vivir, donde acabamos cinco años más tarde. Pudimos cumplir nuestro sueño de casarnos, y ocho años después de abandonar a Alejandra, nació Ana, ya en Madrid, y sin conocer nuestro pasado cordobés, ni a ninguno de sus abuelos.




Fran:


Habíamos decidido esperar a Rebeca justo en la puerta de la estación de Sol. Damián me seguía como una oveja, unos pasos por detrás de mí cuando me giré, feliz.


-Hemos hecho un trabajo estupendo, Damián.


-¿Hablas de lo de María y el de gimnasia?


-Claro, tío. ¿De qué si no?


-Para mí que no ha sido un gran trabajo. Hemos tenido que salir por patas del bar, porque tú estabas empeñado en no borrar la foto. ¿Qué ganabas, tío?


-Está claro que no iba a agachar las orejas, a meterme el rabo entre las piernas y a borrar las fotos a la primera de cambio. ¡No soy ningún cobarde!


-No es cuestión de ser valiente o cobarde, te podrías haber ahorrado la movida, tronco. Si de todas formas, antes de escribirle a María ya me habías mandado la foto a mí.


-¿Has visto qué máquina soy? Sabía que volverían para hacer que las borrara. ¡Te juro que lo sabía! Eso sí, mientras esperamos a Rebeca, quiero que me las envíes. Estoy deseando tenerlas en mi móvil de nuevo.

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