Capítulo treinta y ocho: Incógnitas.


Rebeca:


La incógnita de qué pasaría a continuación tardó poco en resolverse. En cuanto Damián se quedó frito, y Fran arrastró su cuerpo por la habitación. Cogió una cuerda y le ató las manos por detrás de la espalda. Hizo lo mismo con sus piernas. Entonces, ese demonio volvió. Con esa malvada sonrisa dibujada en la cara. Había ganado. Eso lo llenaba de satisfacción.


Desbloqueó el ordenador portátil, y encendió la cámara.


Entró en un chat erótico de cámaras, silenció el micrófono y me miró fijamente.


Cogió el bate del suelo, y me besó, primero en la boca, luego en el cuello. Me mordió en la yugular.


-Ay, mierda, Fran, no.


Me posó la mano que tenía libre directamente en la vagina, y sin precalentamientos ni nada, introdujo dos dedos, de golpe. Y después tres, sin dejar de morderme el cuello.


Me quejé por el dolor. No estaba relajada, mucho menos cachonda, por eso me dolió a rabiar que introdujera los dedos en mi zona íntima.


Apartó la boca de mi cuello para comprobar si alguien nos veía al otro lado del chat.


Y ahí estaba el primer pajero de la red, sin apartar ni un segundo la mirada de la pantalla. Podría haber sido mi padre. Un hombre calvo, cuarentón y regordete. No llevaba camiseta, y a pesar de la poca calidad de su cam, y de la distancia a la que estaba de la pantalla, podía ver sus tetas caídas llenas de vello. Con los pelos que ya había visto podía hacerse una peluca... Y tejer un bonito jersey para regalárselo en Navidad a su cornuda mujer.


-Ha escrito.- Sonrió Fran, retirando de golpe los dedos de mi zona, y acercándose a la pantalla.


Cuando leyó el comentario, le mostró el dedo pulgar hacia arriba, y se quitó la camiseta.


Se desvistió deprisa, y erecto, volvió a mirarme.


-Parece que al abuelo le mola el sadomasoquismo. Él pondrá las reglas, yo haré todo lo que él me pida.


Antes de que pestañeara, ya me había cruzado la cara con el bate.


Se apartó para dejarme ver la pantalla.


En la cámara del hombre calvo, solo se veía un pene microscópico, blanco, y enterrado en más vello negro.


-No me culpes a mí, me lo ha pedido él.- Se rió Fran.




María:


Ya volvíamos del hospital en su coche. Él conducía en silencio, con el semblante serio y los ojos pegados a la carretera. En ningún momento me dirigió la palabra, hasta que no fui yo quien habló.


-Lo siento por haber entrado. Al hospital, digo. Mariana me había dicho que no era un buen momento, pero no he podido...


-No has podido quedarte en el coche, esperándome. Has tenido que presentarte allí, delante de mi hermano.- Me interrumpió Álvaro.


-Estaba preocupada. No sabía si estabas bien.


-¿Sabes? Mi hermano, cuando te ha visto aparecer ahí, me ha mirado de una forma... ¿Sabes eso de si las miradas matasen? Eres una adolescente, María, y lejos de demostrar lo contrario, entras al hospital, te presentas a mi familia, y me das mimitos. Me abrazas mientras lloro, preocupado por Olivia. Deberías de saberlo; he sentido vergüenza de tenerte ahí.


Así que eso era; se avergonzaba de la adolescente con la que se enrollaba a espaldas de su mujer por entrar y apoyarle delante de su familia.


-¿Te avergüenzas... de mí?


-Eres una niña, ¿te das cuenta?- Me reprochó.


-Sólo intentaba hacerlo bien. Me necesitabas, Álvaro. Necesitabas que alguien te abrazara.


Se rió.


-Claro que no te necesito, María. Ni antes, ni ahora. Lucas me culpa por el aborto de mi mujer. ¿Sabes a quién culpo yo? Te culpo a ti. Me has jodido la vida.


-No me hables así, Álvaro.


-Nunca debí de haberme fijado en ti. Nunca. Y ahora sería feliz con Olivia. Sería feliz esperando un hijo.


-Te recuerdo que no la querías ya. Te recuerdo que no eras feliz con ella. Y te recuerdo que fue tu idea contárselo. Si así lo hubieras querido, esta noche habríamos acabado con lo nuestro para siempre. Pero tú necesitabas que tu mujer supiera la verdad. Ahí tienes las consecuencias, campeón.


-Me cegaste tanto, María. Y ahora siento vergüenza. Después de verte Lucas, ¿qué habrá pensado de mí? Que soy un pederasta, como mínimo.


-Era a ti a quien no le importaba nada de eso. Eras tú quien me buscaba desesperadamente entre clase y clase.


-Y eras tú quien te dejabas encontrar, deseosa de que fuese uno más de tu larga lista de tíos con los que te has acostado.


Un semáforo en rojo.


-¿Puedes llevarme a casa, por favor?


-María, no, escucha... Lo siento. Es la situación, que me puede. Olivia, mi hermano... Es una presión constante.


-¿Me llevas a casa, o no?


-Escúchame, María. Te necesito... Todo lo que he dicho, Dios mío.


Me puso la mano en el muslo.


Yo la aparté.


-Ahora puedes irte con ella, Álvaro. Si tanto te arrepientes de lo nuestro, vuelve con ella. Puedes hacerle más hijos, y llevar la vida feliz que quieres con ella. Pero, por favor, no vuelvas a buscarme. Esta noche ya has elegido.


-María, cariño, por favor...


Me desabroché el cinturón como pude, y antes de que el semáforo cambiara de color, me bajé de su coche. El frío nocturno me dio la bienvenida, enfriando las lágrimas que rodaban ya por mis mejillas.


Bajó la ventanilla del coche.


-María, por favor, sube al coche. Te... Te quiero.


No le respondí. No me giré para mirarle. No iba a verme llorar. No iba a romper la promesa que me hice hacía un par de años; ningún tío me vería nunca más llorar por él. Porque sí, hubo una vez que María tuvo sentimientos; regalé el corazón al primer desgraciado que encontré, y acabé hecha trizas.


Cuando vio que no iba a volver, continuó su camino con el coche.




Laura:


A mi madre también le mentí. Cuando entró a mi habitación, preocupada por mí, preguntándome si me ocurría algo, recordándome que podía contar con ella, que siempre me apoyaría. Me dijo lo del bote de Betadine, y lo difícil que le había resultado quitar la mancha. Recalcó que tenía una herida en el puño, y el destrozo en el espejo del ascensor. Mi madre se preocupaba por mí, pero por suerte para Mía y para mí, era torpe. No conocía la enfermedad, y de haberla conocido, nunca habría sospechado que eso fuera posible. Siempre crees que algo así le ocurre a alguien lejano, en el otro extremo del mundo, y no a tu propio hijo. Insinuó que se trataba de una pelea, y no de una caída como yo le dije. Me preguntó por Aitor. Me dijo que le había parecido un chico excelente. Me preguntó todo de él. Incluso si consumía drogas. Yo negué con la cabeza; Aitor no consumía nada.


Pero igualmente le mentí. Y se quedó tranquila. La situación en mi casa, cambió repentinamente después de aquella noche; en cuanto mi padre volvía del trabajo, discutían continuamente. Mía siguió ayudándome a bajar de peso, y mi madre dejó de preocuparse. Me creyó, aunque vigilaba más mis horarios, y si quería salir de casa con Aitor quería que él viniera a buscarme y me acompañara si se hacía tarde. Él y yo tampoco nos vimos mucho a partir de aquella noche. Al principio sí, me cuidaba constantemente, vigilaba en silencio que me comiera todo lo del plato, y siempre estaba dispuesto a hacerme hablar, o a escucharme. Los primeros días fueron perfectos, a su lado, pero de repente, perdió el interés en mí. Dejamos de hablar y por consecuencia, de vernos.


Hasta que, al cabo de dos semanas, lo único que nos unía era el favor que aún tenía que devolverle; comprobar si Fran era de fiar.


Pero para llegar a ese punto, primero tuve que pasar los días más felices de mi vida, y más tarde los más oscuros.

Comment