Capítulo cuarenta y uno: El paso del tiempo.



María:


En aquellas dos semanas que habían pasado, había aprendido muchas cosas. Una de ellas, que cada acto tiene sus consecuencias. Las dolorosas palabras que Álvaro me dijo aquella noche en su coche tuvieron como consecuencia que dejamos de vernos. Al principio, seguía buscándome. Me escribía mensajes, y me llamaba a cada rato. Casi nunca le respondía a las llamadas, pero sí que leía sus mensajes con los ojos llenos de lágrimas. Ahora que María volvía a sentir algo por un chico, este volvía a fallarle. Otra cosa que aprendí fue a decir siempre la verdad, aunque doliera. En cierta forma, Álvaro fue franco conmigo, me dijo lo que sentía en cada momento, y por suerte, a tiempo. Me dijo que se había sentido avergonzado de mí, y a su manera, al menos por eso, le estaba agradecida. Supo frenar a tiempo lo que estaba empezando a sentir por él, levantando de nuevo muros alrededor de mi corazón, muros que él, en cierto momento había derribado. También, aún sin estar seguro, había tenido el valor de abandonar a su mujer por una aventurilla con una cría. Aunque fuera incapaz de aceptar las consecuencias. Aunque no fuera capaz de arriesgarse más. Aunque le venciera la presión de aquella puta noche. Por eso, y porque ya no estábamos juntos, ni lo estaríamos nunca más, le pedí otra cerveza más a la camarera del Quédate. Entonces, sirviéndomela, me preguntó:


-¿Hoy no viene contigo?


Negué con la cabeza, y le di un trago a la tercera cerveza de esa noche.


La tercera cerveza, en la que buscaba el valor que yo no tenía para afrontar aquello.


Ya no le perjudicaría, estaba segura.


Aunque Fran hubiera conservado nuestra foto, lo que estaba a punto de hacer, no le perjudicaría en lo más mínimo. Estaba segura de que el curso siguiente, daría clase en cualquier otro instituto.


Cuando la camarera se retiró, marqué su número de teléfono.


Tenía el teléfono apagado, me informó su contestador automático.


Respiré hondo, y le di otro trago a la cerveza. Miré la hora en la pantalla de mi móvil. Estaba a punto de llegar.




Alessandra:


Dos semanas enteras habían pasado, y por primera vez, me lo creí. Por primera vez, creí que podía ser libre de nuevo. Por primera vez creí que la había olvidado, que era agua pasada, que ya no la quería. Y no había necesitado nada, excepto su apoyo incondicional. No sé cómo ella no pudo darse cuenta de lo que perdía, alejándose de Yago. No sé cómo no pudo darse cuenta del daño que le estaba haciendo. Por primera vez, sané unas heridas que yo no había hecho. Por primera vez, me preocupé por alguien más que por mí misma. Y es que, podíamos hacer tan buen equipo, superando lentamente lo que Eme supuso en nuestras vidas.


Habían pasado dos semanas desde aquella noche en la que visité a Yago por primera vez, y aquello se había convertido en una tradición. Cada noche que no trabajaba de gogó, lo iba a visitar a su casa, y había rechazado un par de trabajillos por ahí para cuidar de él, para mimarlo y aunque fuera una vez al día, hacerlo sonreír.


Me gustaba hacer reír a alguien tan roto. Compartíamos la misma pérdida, y nadie podía entendernos mejor de lo que nos entendíamos el uno al otro. Aquella noche, tras dos semanas que pasó en pijama, viendo películas conmigo o hablando de cosas sin importancia, logré convencerlo para salir a dar una vuelta. Me puse mis mejores galas, y fui a buscarlo en mi coche. Cuando abrió la puerta, me miró boquiabierto. Hasta yo lo reconocía, estaba preciosa con aquel vestido gris perla de solo un hombro que se ceñía tan bien a mis curvas, y que me llegaba a la altura de la pierna justa para no enseñar ni mucho ni poco. Aquella tarde, había ido a la peluquería, donde me dejé una pequeña parte de mis ahorros del mes en un recogido elegante a la altura de la nuca, y también me había comprado unos zapatos de tacón bonitos, que conjuntase a la perfección con ese vestido tan bonito que nunca me ponía por ser demasiado elegante.


Se vistió enseguida, con una camisa azul marina con estampado de anclas, unos pantalones vaqueros sencillos, y unos zapatos negros elegantes.


Y ahí estábamos, cenando en mi restaurante favorito de toda Roma, el uno enfrente del otro. A nuestro lado, al otro lado de la amplia cristalera que cubría toda la pared, se podía ver la maravillosa Fontana de Trevi, iluminada por los focos que había debajo del agua cristalina de la fuente.


-Alegra esa cara, anda.- Le pedí.


-No puedo, Alessandra.


-Claro que puedes. No es ilegal.- Le sonreí.


-No es ilegal, es imposible. La echo mucho de menos. Ella y yo éramos como uña y carne. Llevamos dos semanas sin hablar.


-Te lo pido por favor, no pienses esta noche en ella, por favor.


-Pienso siempre en ella. En si estará bien con Daniela, en si también me echará de menos.


Cogí sus manos, que las tenía encima de la mesa.


-Eres un chico increíble, Yago, hay que estar ciego para no verlo. Hoy es mi cumpleaños, ¿y sabes qué me gustaría tanto como pasar esta cena contigo? Que sonrieras, que dijeras adiós a los problemas, aunque solo fuera por esta noche.


-No sabía que hoy era tu cumpleaños. Te habría hecho un regalo.


-No te lo dije antes porque no quería que me hicieras nada especial. El mejor regalo que puedes hacerme es disfrutar conmigo de esta cena deliciosa. Si el camarero nos la quiere traer, vaya.


Se rió con mi comentario.


-Muchas felicidades. ¿Cuántos son ya?


-Veintiún años. Pero no me felicites, para mí también es un día triste.


-¿Por qué?


-Hoy hace seis años que murió mi bisabuela.


Negó con la cabeza.


-Vamos, yo estoy feliz y me olvido de los problemas si tú también te olvidas de cualquier cosa que te ponga triste, ¿trato hecho?


Le volví a sonreír, y él me devolvió la sonrisa.


-Trato hecho.




Rebeca:


Los recuerdos de aquella noche, me golpeaban de vez en cuando, como si estuviera parada, a unos centímetros del mar, y de vez en cuando las olas me mojasen los pies. Sólo que la sensación no era tan dulce. Era amarga. Era salada, como el sabor de mis lágrimas cuando recordaba aquella maldita noche. Fran me había condenado. Viviría por el resto de mis días con el peso de la violación sobre mis hombros. Mirándome al espejo, sintiéndome usada, sintiendo asco por mí misma, y arrepintiéndome de que aquella noche no se llevara mi vida por delante. Y ni siquiera lo olvidaría de verdad ni por un segundo. Cuando alguien me preguntaba por mi preciosa melena, me inventaba que aburrida de ella, me la corté. También a mi melena la echaba de menos.


Habían pasado dos semanas desde aquella noche, y las cosas habían cambiado. Mi vida estaba patas arriba. Un extraño vínculo se había formado entre Damián y yo. Él, ahora estaba solo. Apartó a Fran de su vida desde aquella noche, y su amistad quedó quebrada para siempre.


Siempre que quedábamos, lo hacíamos para estar callados. Para no hablar de nada, porque no teníamos el valor de hacerlo. Estábamos sentados en el banco del parque de debajo de mi casa, y llevábamos un rato allí, cada uno en su mundo interior. En eso consistía, en unir nuestra soledad para no sentirnos tan solos.


-Yo... Debí de haberlo matado.- Murmuró Damián de pronto.


-Debió de haberme matado él a mí, Damián.


-No. No digas eso ni de coña, Rebeca. Ese cabrón no sé cómo pudo llegar tan lejos.


-Ambos sabíamos que Fran era demasiado extremo, no sé de qué nos sorprendemos.


-De que era mi mejor amigo. De que lo admiraba por ser tan engreído... Deseaba ser como él. Sabía que entre los dos nunca habría nada, aún así, me enamoré como un imbécil. Y él, si hubiera tenido que hacerlo, no habría dudado en matarme. Eso es lo que más me sorprende, que es como si dentro de Fran hubiera dos personas; un demonio y un buen chico con Daniela. Ahora me da pena, ¿sabes? Daniela, quiero decir. Me da pena que esté tan ciega por Fran y vaya a casarse con él, sin conocerlo realmente.


-¿A ella sí la trata bien?- Le pregunté, después de prestarle atención.


-A ella la trata maravillosamente bien. Quiero decir, le miente constantemente, pero a ojos de ella, es el novio perfecto. No se entera de nada, la pobre.


-¿Y si habláramos con ella?


-Sí, ¿y qué le contaríamos? Fran nos jodería la vida. Y tú ni siquiera conservas aquel vídeo en el que... Y ni loco dejaría que se lo enseñaras. Ese vídeo me humilla más a mí que a él.


No le respondí. Preferí no responder antes que mentirle.




Álvaro:


La observaba desde la mesa más apartada de la barra.


Había vuelto solo, como cada noche desde que lo dejamos, sediento de recuerdos dolorosos, y de alguna que otra copa.


-Deberías de hablar con ella, corazón. Está en la barra, y tiene una carita de pena...- Me dijo la camarera en cuanto me sirvió la quinta cerveza.


Ni siquiera le respondí. En cuanto tuve la cerveza encima de la mesa, la vacié hasta la mitad de un solo trago, y la camarera de siempre se retiró.


En ese momento, sentí unos ojos mirándome fijamente. Esa incómoda sensación que tienes cuando sientes que alguien te está mirando desde la mesa de al lado.


En un primer segundo, no la reconocí, pero ella a mí sí. Cogió la cerveza que se estaba tomando, se levantó y la dejó encima de la mesa que yo ocupaba, justo enfrente de la mía.


-¡Guau, qué alegría verte aquí, cariño!- Exclamó.


Se abalanzó sobre mí para darme dos sonoros besos.


-¿Qué haces aquí? Creía que ya no vivías en Madrid.


Sonrió.


-Así es la vida. He vuelto, y creo que esta vez es para quedarme. Levántate y dame un buen abrazo, anda.


Hice lo que me pidió y nos fundimos en un abrazo lleno de magia y nostalgia, yo sin despegar los ojos de María.


-Estás más alto. ¡Y mucho más guapo! ¿Puedo...? ¿Puedo sentarme, o estás esperando a alguien?


-No, la verdad es que he venido solo. Siéntate, claro.


Me sonrió y se separó de mí. Se sentó en el asiento de cuero rojo de enfrente de mí.


-No sabes la alegría que me da volverte a ver, Álvaro.- Estaba emocionada de verme, se le notaba en la cara.


Y yo también estaba contento. Al menos, cuando asimilé que la volvía a tener delante de mí, me puse contento. Cuánto tiempo sin verla.

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