Capítulo cuarenta y ocho: Salvavidas.


Álvaro:


Aquella noche no podía pegar ojo.


Esperaba nervioso una respuesta de María, una señal. Quería que me llamara, que me escribiera, que volviera.


Pero no pasó.


Inquieto, marqué de nuevo su número de teléfono.


Era tarde, pero necesitaba intentarlo una vez. Una última vez.


-¿Sí?- Respondió una voz al otro lado, pasados dos tonos.


Era una voz grave, masculina. Estaba claro que no era ella.


-Per... dona, ¿puedes pasarme con María?


-Lo siento, está durmiendo. ¿Quieres que le deje algún mensaje?- Bajó la voz de golpe, intentando no despertarla. Él tenía cuidado de no despertarla.


-Por favor, escúchame. Necesito hablar con María, ¿puedes despertarla?


Me sentía tan patético.


-Esto..., escúchame tú, es un poco tarde. ¿Qué tal si la llamas mañana por la mañana y hablas tú mismo con ella?


-Por favor...


Él era inflexible. No iba a despertar a María si no le daba un buen motivo.


-Lo siento, de verdad. ¿Quieres que le diga que te llame, mañana por la mañana o algo así?


-Dile... Que la quiero.


Se quedó callado durante unos segundos, imagino que comprobando mi nombre en la pantalla del teléfono de María.


-¿Quién eres, Álvaro?


-¿Se lo dirás mañana? No... No necesitas saber quién soy. En cuanto se lo digas ella sabrá que he sido yo.


-¿Y... qué se supone que gano yo?


-Pareces buena persona. Supongo que la satisfacción de haber sido sincero con ella, y créeme que eso es ganar mucho, y estate tranquilo, no va a volver conmigo, no la vas a perder por decírselo, estoy seguro de ello. Pero, si me aceptas un consejo... como amigo, consérvala ahora que la tienes, no te dediques a llamarla a altas horas de la noche para decirle que la quieres cuando ya la hayas perdido.


Unos segundos más de silencio. Suspiró.


-Bueno, ya veré lo que hago. Sólo espero que si se lo llego a decir, no le haga daño, porque si no...


Cortó la llamada.


Y yo no quería hacerle daño. Pero tenía la esperanza, si aquello le dolía, o la removía en lo más mínimo por dentro significaría tantas cosas.


Con lágrimas en los ojos, cogí un cigarrillo del paquete de encima de la mesa del salón.


Y salí al balcón a fumármelo, como si Olivia siguiera estando ahí para quejarse del humo, para seguir prohibiéndome que fumara dentro.


Fue en ese momento cuando la vi, en el balcón del edificio de al lado. Apretaba la barandilla con rabia, tenía los brazos tensos. Miraba al vacío fijamente, tan fijamente que ni siquiera reparó en mí. Apartó las manos de la barandilla, suspiró, se persignó, y volvió a colocar una mano en la barandilla, que le sirvió de punto de apoyo para alzar una pierna y pasarla al otro lado.


-¡Eh, Rebeca!- Le grité.


Pero ya era tarde.


Su cuerpo ya caía.


Y me tapé la boca con una mano, y contemplaba horrorizado la escena, con los ojos como platos. Rebeca gritó durante el descenso, como si estuviera subida a una montaña rusa.


-¡Rebeca! ¡Rebeca, joder!- Grité yo, cuando su cuerpo impactó contra el cemento.


Pero no se movió.




Olivia:


Dos semanas habían pasado ya.


Dos semanas desde que me reconoció que la amaba a ella, y no a mí.


Dos semanas desde que había perdido a mi bebé.


Dos semanas y ni siquiera había conseguido divorciarme de él. Legalmente, Álvaro y yo seguíamos casados. Aún quedaba un último combate por quién se quedaba qué.


Y caminaba sola por Madrid, como una noche corriente. Me gustaba hacerlo. Caminar durante horas sola, para pensar en mis cosas se había convertido en una tradición. Por supuesto, el paseo era más llevadero y los pensamientos corrían solos por mi mente con un par de copas de whisky antes. Aquella noche no fue la excepción.


Sin quererlo, en mitad del paseo, vi la escena completa.


El frenazo del Lamborghini, el cuerpo del chico volando por encima del coche y golpeándose contra el asfalto, la gente mirando horrorizada la escena, sin ayudar. Porque nadie ayuda nunca, y el conductor tampoco, aunque pude verle la cara. Salió pitando con el coche, ni siquiera se bajó.


El chico tenía los ojos cerrados y los labios entreabiertos. Le goteaba sangre por la frente. Me acerqué corriendo a él y me agaché para comprobar su pulso en la muñeca. Miraba a los lados aterrorizada, nadie hacía nada, y yo no lograba encontrarle el pulso. Estaba demasiado frío. La gente cuchicheaba sin apartar la mirada de ahí. Palpé su cuello intentando averiguar si vivía, pero las manos me temblaban. Se me estaba pasando el efecto anestésico del alcohol, y empezaba a ser consciente de la realidad, empezaba a asimilar que ante mí estaba muriendo un desconocido que todavía era un niño, (si no había muerto ya) y nadie hacía nada.


-¡Que alguien llame a la ambulancia, joder! ¡Que alguien haga algo!- Grité.


En ese momento, a mi lado se agachó un hombre de cincuenta y pocos años.


-Dios santo, Aitor. Reacciona, por Dios.


Le dio una bofetada suave en la cara, y lo agitó con cuidado de no hacerle daño.


-¿Es tu hijo?- Le pregunté.


-Lo mismo iba a preguntarte yo, pero me doy por respondido. Por suerte, he cogido la matrícula del coche que lo ha atropellado. Menudo irresponsable el conductor, cualquiera reconocería el lujo de coche que tiene. Y estos pasmarotes, no hacen nada, solo hablan entre ellos.


-Llama a la ambulancia, por favor.- Le respondí, desesperada.


-Es lo primero que he hecho. Viene una ambulancia en camino.- Me respondió, asintiendo con la cabeza, buscándole el pulso a Aitor.


-¿Está...?


Muerto. No me atrevía a decir la palabra.




Yago:


-¿Puedo quedarme hoy en tu casa a dormir?- Me preguntó, cuando dejé de llorar a Eme.


-Por supuesto, Alessandra. Eres mi amiga, no tienes que preguntarlo siquiera.


-Perfecto, esta noche vamos a quemar todos sus recuerdos.


-No sé si...


-¿No sabes si estás preparado? ¿Entonces qué, otra semana más lamentándote por lo que pudo ser y no fue?


Lo que pudo ser y no fue era Daniela para mí, pero ella no lo sabía.


-No es eso, Alessandra. Solo necesito tiempo para asimilarlo.


-¿Más?


-Ale, por favor.


-Tienes que olvidarte de ella. Tenemos que olvidarnos de ella. Tú me estás devolviendo las ganas de continuar, Yago. No te quedes estancado tú.


No me di cuenta de aquello tan bonito que Alessandra acababa de decirme, estaba enfadado. Después de llorar, llegaba el enfado.


Un coche pasó por allí en ese momento, con una canción en español que me recordó una vez más a Esmeralda. Llegaremos a tiempo, de Rosana.


-¿Sabes qué sería lo mejor que podrías hacer por mí? Darme el tiempo que necesito, dejar de presionarme. De esa forma no conseguirás que olvide a Eme.


-Tú me decías que la olvidara. Y tenías razón, Yago. Tenías toda la razón del mundo, y estaba ciega. No creo que la haya olvidado ya, pero podemos hacerlo juntos.


-No es lo mismo, joder. Tú no tienes ni puta idea de cómo me siento yo.


Aligeré el paso.


Alessandra me seguía por detrás.


Intentaba seguir mi ritmo, pero con los tacones le costaba.


Sólo pueden contigo si te acabas rindiendo, si disparan por fuera y te matan por dentro acompañado de los acordes fue el último trozo de la canción que escuchamos antes de que el coche se perdiera por las calles de Roma. Y era Eme quien portaba el arma, y yo quien estaba muriendo por dentro.


-Que lo sepas, sé mejor que nadie lo que significa perderla. Por si se te ha olvidado, yo la amaba.


-No me hagas reír, Alessandra. Para haberla amado, la obligaste a ejercer de puta contigo, tu forma de amar es horrible.


Ni siquiera disminuí la velocidad, para poder decírselo en un tono de voz normal, no. Se lo grité. Y ella sí que se detuvo.


-Que te den por culo, Yago.


Yo seguí caminando, y ella dio media vuelta.

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