Capítulo XLII


Dos días habían pasado desde que Gerard había sido ingresado, era increíble lo lento que pasaba el tiempo cuando lo contaba a base de sus exhalaciones por minuto. Había decidido, tal como las veces anteriores, no despegarme del hospital aun mientras él permaneciera todo el tiempo en esta especie de coma—sueño eterno, la diferencia de las veces anteriores, era que esta vez no era algo inducido. Gerard no quería despertar desde la noche en que se había desvanecido en el baño, en casa.


Escuché a dos enfermeras comentar que posiblemente no despertaría, y ayer una había dicho que no sobreviviría a la noche de hoy. Sus pronósticos no eran los más esperanzadores, pero sabía... sabía que Gerard era más fuerte y valiente que eso. Él lo haría, despertaría y lo primero que haría sería besar mis labios. Era obvio. Aunque posiblemente pusiera mala cara al aspecto que yo presentaba. Desde aquel día no me había duchado, ni cambiado ropa, ni afeitado, ni siquiera recordaba lavar mis dientes y el único bocado que había probado, era una hamburguesa que Billie me había traído ayer al mediodía.


Era un terrible desastre y olía a rayos. Pero no me perdería por nada del mundo su despertar.


Tanto Donna como Billie habían estado yendo y viniendo, se quedaban largos ratos junto a Gerard y luego se iba, a continuar con sus vidas. Pero yo no podía hacer eso, porque ahora mi vida era Gerard y seguiría siendo de él incluso cuando ya no pudiera apreciarlo.


El sol había dejado de colarse por las persianas hace un par de horas ya, mi trasero dolía y mis párpados amenazaban con cerrarse en cualquier momento, pero cuando escuché como su pulso cardiaco incrementaba y su respiración se normalizaba, supe que había cambiado algo. Me puse de pie de inmediato, el sueño se había ido de mi cuerpo, estaba en el hermoso estado de adrenalina pura.


— Gerard, amor —mi voz sonaba ronca por la falta de uso, carraspeé antes de volver a hablar—. Gerard, estoy acá, contigo... no me he movido en ningún momento, estaba esperando a que abrieras los ojos.


Se removió en la cama, una sonrisa dibujándose en su rostro —quise pensar—, al solo escuchar mi voz. Mis manos estaban rodeando su rostro, mi torso sobre la cama, arrastrándome a él, lo vi mover sus manos, una de ellas se alzó, nuevamente estaba malditamente delgado y tan pálido..., era frío al tacto, pero su mano se cerró en torno a mi brazo, presionando, mis ojos corrieron a su mano y luego a su rostro, sus párpados, aunque pesadamente se estaban abriendo, para darme paso al nebuloso estado al que los medicamentos inducían a sus pupilas.


— F... Frankie —murmuró bajito, yo sonreí, asintiendo un millón de veces.


Sentía como mis lágrimas se deslizaban fuera de mis ojos para ir a caer sobre su pijamas y barbilla, pero realmente eso no me importaba ahora, la sonrisa en mi rostro parecía estar tatuada ahí, sólo al mirarme en sus ojos, sólo al escuchar mi nombre salir de sus labios... sólo al ser su primera palabra al regresar.


Sus ojos se giraron, la mano que estaba en mi brazo fue a descansar a su garganta y supe lo que necesitaba; me lancé de inmediato a la mesita al otro lado de la cama, serví un vaso de agua fresca y lo llevé a sus labios, vertió un poco fuera, pero la mayor parte fue a parar a su interior. Suspiró y dejó caer su cabeza sobre las almohadas, una mano viajó a su nariz, dónde la cánula descansaba.


— ¿Y esto? —preguntó mirándome algo confundido, haciendo el ademan de tirarlo para examinarlo mejor.


— Tus pulmones cedieron, lo necesitas así que no te lo quites —respondí de inmediato, sentándome en el borde de la cama, mi mano deteniendo las suyas. Bufó y dejó caer su mano, llevándola a su frente luego.


— ¿Cuánto estuve fuera? —preguntó ahora, cubriendo sus ojos con su mano. Sabía que se refería a cuanto había estado dormido, después de todo, se había perdido por semanas enteras en ocasiones anteriores.


— Sólo dos días —dije sonriendo, mi mano acariciando su mejilla, él reposó su mano sobre la mía, esbozando una mínima sonrisa.


— ¿Cómo llegué acá? —fue la siguiente pregunta, sabía que la haría. Le conté la historia, desde el incidente en el baño hasta que dejé de verlo en la sala de espera. Sin agregar detalles como mi patético llanto y recriminación a la vida, y el hecho de que, pasada la medianoche de aquel día, habían tenido que reanimarlo. Había estado muerto por unos 15 segundos antes de entrar en el eterno coma.


— Pero lo que importa es que ahora despertó... señor esposo —dije alargando las palabras, la enigmática sonrisa aun en mi rostro cuando me acerqué a besarlo.


— Eso creo —respondió abrazándome contra él, le escuché resoplar y dejar salir una tenue risita luego— No te has bañado ¿Cierto? —yo negué.


— Tampoco me he cambiado de ropa —agregué con orgullo, alejándome de él para mostrarle la camisa antes blanca, que ahora estaba amarilla en el cuello, negó un par de veces, pero la sonrisa se mantenía. Él bien sabía que no me despegaba ni un momento de su lado—. Pero le diré a Donna que me traiga algo de ropa.


— ¿Donna? Vaya ¿En qué momento se hicieron mejores amigos? —preguntó conteniendo una risa, negando un par de veces, me encogí de hombros, no sabía qué responder.


El reloj daba cerca de las diez cuando Donna llegó al hospital, traía una bolsa con ropa para mí y mi desodorante, me dedicó una mirada en reprimenda antes de prácticamente empujarme al minúsculo baño en la habitación individual de Gerard.


"Shhhh, no llores mamá, estoy bien ahora" decía Gerard mientras yo comenzaba a desvestirme, aliviado al como la ropa, que se había convertido en mi segunda piel, me abandonaba. Así han de sentirse las serpientes, pensé. "Pero podrías haber muerto, podría haber sido esa la última vez que te veía con vida", repuso ella, su voz sonaba congestionada, el pantalón terminó por abandonarme junto a mis calcetines. "Pero eso no pasó, estoy aquí, contigo", respondía Gerard mientras yo me pasaba la camiseta por el cuello y la dejaba caer sobre mi torso previamente bañado en desodorante. "Es solo que no quiero perderte, eres lo único que me queda..." podía imaginar las lágrimas llevándose el delineador de sus ojos consigo, abroché el pantalón en mi cintura. "Lo sé... pero no hay nada que pueda hacer, mamá. Estoy muriendo, sé que estoy muriendo y lo acepté. Tuve una buena vida, Frankie me hizo tan feliz, tú te esforzaste tanto por dármelo todo a pesar de las circunstancias... te amo mamá. Pero tienes que dejarme ir, no me queda mucho tiempo", sus palabras eran cuchillas filosas en mi pecho, como también debieron serlo en el de mi suegra. Terminé por ponerme el calzado y metí mi ropa sucia en la misma bolsa.


Se quedaron en silencio hasta que yo, luego de enjuagar mi rostro, salí del baño. Llevaba una ensayada sonrisa conmigo, fingiendo no haber escuchado una mierda. Dejé la bolsa cerca del sofá y me acerqué a Gerard por el lado libre de la cama.


— ¿Puedes tomar café? —pregunté sólo para romper el hielo. Donna, como si hubiese olvidado que yo también estaba ahí, saltó en su lugar y secó sus lágrimas, mirándome avergonzada, le dediqué una sonrisa antes de volcar mi atención a Gerard.


— Siempre hay salud suficiente para un café —respondió guiñándome un ojo. Me acerqué a besar sus labios antes de hacerle un gesto con la mano a Donna y a él, indicando que regresaba en cinco minutos o menos.


Corriendo bajé a la cafetería del hospital, me senté en una de las sillas más alejadas y abracé mis rodillas, cubriendo mi rostro con mis manos, llorando por fin. No podía hacerlo ahí con Gerard, no podía quebrarme frente a él. Y sabía que sus palabras eran malditamente ciertas, sabía... sabía que él moriría pronto, que todo se había ido a la mierda, que pronto mi vida perdería todo su sentido.


— Cuando me siento triste, voy a la capilla, dicen que es mucho más útil que una cafetería con eterno olor a pollo rostizado —una voz femenina habló cerca de mí, demasiado cerca para mi gusto. Cauteloso alcé la mirada, estaba sentada en mi mesa, más no me miraba, miraba al frente, por lo visto estaba esperando a alguien, sonreía, tenía este brillo en sus ojos y... al mirarla con detenimiento, era como ver una versión femenina de mi Gerard.


— No soy religioso —repuse, aunque sí lo era, aunque sí rezaba cada noche por una cura para él.


— Supongo que... esto nos hace religiosos —dijo ella volteando por fin, se quitó la pañoleta que hasta ahora no había notado en su cabeza, revelando su pálida cabeza desnuda, desprovista de cabello. Hice una mueca, era síntoma de quimio, de cáncer. La chica sonrió mostrando una hilera de dientes perfectos y se volvió nuevamente.


Me quedé embobado, pensando en Gerard, en lo mal que mi propia mente estaba como para verlo en todas partes. Sorbí por la nariz e intenté regresar a lo mío, a mi llanto y lamentación constante, más no podía, la corta charla con esa chica me había dejado mal. ¿Por qué ella estaba tan bien y Gerard estaba allá arriba, esperando a la muerte? ¿Por qué Dios, si existía, dejaba que pasaran cosas así con las personas buenas?


Era injusto, jodidamente injusto. Pero la vida era así.


Cuando la mire nuevamente noté como sus ojos se enfocaban en alguien, un hombre mayor se acercó a ella con algo que acababa de comprar en la cafetería, le dijo algo y la chica asintió poniéndose de pie de inmediato.


— Soy Jamia, por cierto y... —a vi recorrerme con la mirada, sus ojos se detuvieron en mi anillo y me miró a los ojos—, espero de todo corazón que tu esposa mejore. Adiós.


Me dedicó una sonrisa más y antes de que pudiera corregirla, se marchó con quien, supuse, era su padre. Las lágrimas se habían extinguido cuando quedé solo nuevamente, así que procedí a caminar a la cafetería a pedir su café. Vi un sándwich de queso en el aparador y por primera vez en varios días, me sentí realmente hambriento, lo pedí también junto a una Coca-Cola.


Cuando llegué a la habitación de Gerard, mi sándwich se había extinguido junto a la mitad superior de mi Coca-Cola, Donna ya no estaba ahí, por lo que me sentí un poco más tranquilo, me acerqué a él y con solo olfatear su café, abrió los ojos, ahora mucho más despierto.


— No me gusta ver llorar a mamá —dijo, parecía llevar un buen rato con las palabras en la punta de la lengua—, pero no puedo hacer nada para evitarlo... mentirle le hace mal, y parece que decir la verdad también.


— Le dueles, Gerard. Hagas lo que hagas, le dueles —repuse alzando mis cejas, que tu madre sufriera por ti, no era algo que pudieras evitar. Es la maldición de ser hijo, o algo similar.


Él asintió y tomó su café, abrazando el vaso de poliestireno entre sus huesudos dedos, inhalando profundamente antes de darle un pequeño sorbo, relamiendo sus labios. Adoraba verlo tomar café, la forma en que, parecía un ritual cuando lo hacía, sus ojos cerrados, las aletas de su nariz bailando, sus labios unos tonos más arriba, al igual que sus mejillas, la forma en que su lengua recorría sus labios cuando estaba demasiado caliente o aquella especie de gemido que soltaba luego, similar a un pequeño orgasmo.


— Te amo —dije desde mi lugar en el sofá, él me miró algo confundido, y sonrió luego, escuché su respuesta antes de volver a beber el preciado líquido, la boba sonrisa en mi rostro sólo al escucharlo, mi mente intentando memorizar cada mínimo detalle de su cuerpo, sus gestos, su aroma y el tono de su voz.


Demonios, no sabía que iba a hacer cuando Gerard ya no estuviera conmigo para darle color a mis días... 



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