Capítulo III: Sangre ajena en manos propias

Capítulo 3:


Sangre ajena en manos propias


13 años


Su madre lo acompañó el primer día de clases, aunque él no quisiera. Era el orgullo de la familia busca pleitos. Pero en el fondo era débil y estaba roto. Había muchos niños sentados en la verde alfombra colocada sobre la pista del gimnasio del colegio. Buscó a sus alrededores para ver las caras de los demás y supo con un poco de pesar que era de los pocos que estaban solos. La mayoría tenía a alguien.


En esa verde alfombra estaban sentados tres de sus próximos amigos, dos grupos de amigos entre los cuales danzaría y una sola futura novia. Si supiera que sus futuras heridas estaban sentadas a pocos metros de él, habría quemado el lugar. No, no lo habría hecho, era muy débil y muy puro aún; si supiera que sus futuras heridas estaban sentadas a pocos metros de él, habría corrido con su mami.


Fue llamado a un grupo, donde los hombres eran demasiado como Gerard y Caleb: se alejó instantáneamente de ellos y se fue con las mujeres. Hubo rumores por eso, pero a él ciertamente no lo afectaban. Con el pasar de los meses conoció a Victoria, y en ella encontró una red para amortiguar las caídas. Ella tomó el espacio de Caleb, del antiguo y buen Caleb. Ella (alta, curvilínea para su edad, con su pelo corto y liso hasta los hombros) no sabía nada de esto. Esa información era para Benjamín y para nadie más.


Uno de los hermanos de su madre vio la debilidad en él y no pudo soportar la idea tener un familiar tan roto. Lo llevó consigo a ejercitarse e hizo que toda esa debilidad sentimental se convirtiera en incipientes músculos y fuerza física. Ben nunca fue delgado ni atractivo, y esto sumado al descuido de sus padres hacía que su presentación personal fuese bastante mala. Por ende su autoestima no era la más alta. Pero eso comenzó a cambiar mientras el sudor bajaba por su frente y las mancuernas y barras subían, poco a poco más pesadas.


Tuvo notas excelentes a lo largo del año, esto no le importó demasiado. Ahora muy pocas cosas importaban para él. Con su indiferencia desató una reacción en cadena que no sería capaz de contener.


***


14 años


Caían sobre él.


Piedras salían de las manos de sus vecinos para impactar en su cabeza, en su cara, brazos y piernas. Lágrimas caían de su cara mientras corría hacia su casa. Entonces algo más cayó: él mismo. Sus vecinos estaban furiosos con él. Benjamín no tenía idea del motivo. ¿Cómo podía haberlos ofendido tanto si llevaba más de un año sin hablar con ellos, sin salir de su casa por las tardes?


Se acercaban, eran al menos ocho niños que rondaban su edad. Estaban en un lote baldío donde nadie oiría sus gritos. Esto no era un accidente. Patada. Costilla rota. Patada. Nariz sangrando. Patada. Patada. Patada.


Se quebró algo más, algo allí adentro, algo que iba ennegreciendo, pudriéndose en su interior poco a poco. Esta clase de enfermedades no germinan muy rápido, son semillas que son plantadas en infértiles tierras vacías de vida y son regadas solo por grandes tormentas a las que ningún niño debe estar expuesto.


- ¿Por qué? –logró sollozar.


Uno de los tipos se volvió hacia él, se agachó y se acercó mucho a su cara.


-Es para que el niño perfecto sepa lo que es no estarlo, para que vaya a su lujoso colegio con la cara despedazada. Es un poco de justicia.


Justicia. Esa palabra se grabó en su alma, quedando tallada en su cabeza y guardada en su corazón. Así que esto era la justicia.


Trató de levantarse, de dar pelea. Pero fue empujado al piso, tierra en su cara, grava en la barbilla. Temía hacerles daño, temía meterse en problemas si luchaba contra ellos, si luchaba contra el mal. Temía volverse adicto a los golpes y a la sangre en sus manos, temía no volver a ser el mismo después de eso.


Se dejó golpear.


Resistió hasta que los matones se calmaron, hasta que ellos se fueron, riendo de cómo sólo se había quedado allí tirado, recibiendo los golpes. Después de ese día, tomó un cuaderno y un lapicero y comenzó a escribir. Supo, ese día, que las palabras más bellas son las que salen de personas que más han sufrido, humilladas por el mundo, golpeadas en la cara por la vida.


Creó historias y en sus personajes encontró un reflejo de sí mismo, y de la persona que quería ser. Después de ese día, cada vez que tenía una emoción fuerte no se sumergía en su auto compasión, se sumergía en sangrantes palabras, enamorándose de ellas, llegándolas a amar. Ellas creaban bellas armaduras de mentiras en las que se podía proteger. Amaba a las palabras y también a las mentiras.


Un día, meses después ese mismo año, iba caminando por la calle cercana a ese lote baldío, hablando por teléfono con Victoria, la única que podía oír sus pensamientos sin que él se sintiera cohibido al respecto. Por el rabillo del ojo vio a tres figuras acercarse a él. Delgadas y pequeñas, en un intento patético de verse amenazantes.


Benjamín colgó a media frase, volviéndose en su dirección.


Caleb.


Caleb, Gerard y un imbécil que les hacía tercera, para ser exactos. Caleb estaba furioso, su cara roja, sus delgados brazos terminando en puño.


-Me lo prometiste, que no irías, no sin mí. Y ahora vas por allí, con tus nuevos amigos. Ellos deberían ser mis amigos. Nosotros dos siempre íbamos a estar para el otro ¿no?


-Mejores amigos por siempre, como no –respondió Benjamín con sorna. Sonrió de medio lado con seguridad por primera vez en su vida. Gerard parecía bastante harto del dialogo y como el bruto troglodita que era, se tiró a golpear el estómago de Ben. Él se corrió y el patético intento de embestida terminó en el piso.


-Oh, no esta vez. No de nuevo Benji –le susurró un Algo en su oído


Ben llegó a donde estaba tirado en el piso, lo vio levantarse y luego dio una inexperta patada que dio en las partes de macho subdesarrolladas de Gerard. Este gritó en agonía por dos razones muy específicas. Quedó en el suelo revolcándose, sujetando su entrepierna.


Ben tenía los ojos abiertos ¿Él había hecho eso?


Claro que sí. Y se había sentido... se había sentido bien al verse poderoso sobre alguien. Se envalentonó, volviéndose hacia los dos restantes que corrieron hacia Ben. Ellos pesaban aproximadamente 60 kilogramos (entre los dos)


Ben llevaba casi dos años ejercitándose diariamente, y a pesar de que no es relativamente nada, para un niño de 14 años eso le dio una extensa ventaja. Golpeó al desconocido en la mandíbula, haciendo que se mordiera la lengua. Mientras tanto Caleb lo estaba golpeando, pequeños puñetazos en la espalda y el costado de Benjamín.


Este último dolió por los golpes recibidos meses antes que habían quebrado una de sus costillas y que aún no se recuperaba del todo. El dolor se convirtió en furia, que se concentraba en su nariz, o al menos allí era donde podía sentirla. Comenzó a respirarla.


Lo golpeó una y otra vez en el pecho. Caleb siempre había sido malo para recibir golpes, siempre el delicado del dúo de oro. Lloró y ese sonido fue música para sus oídos. De ahí en adelante amó los sollozos. Caleb trató de defenderse, pero su golpe fue bloqueado con el antebrazo de Ben.


Benjamín golpeo su cara, justo en el medio. Su nariz comenzó a sangrar y la sangre se mezclaba con las lágrimas. Otra cosa nueva que Ben llegó a amar: sangre ajena en manos propias.


Caleb estaba furioso, decidido a dejar de ser una delicada figura de porcelana fina. Embistió a Ben, y este logró hacerlo caer al piso. Se dio cuenta de que los otros dos acompañantes de Caleb habían huido. Estaban solos. Recordó como su vecino había puesto su cara cerca de la de él y lo imitó.


-Nunca te metas con alguien que ha pasado suficiente tiempo solo como para haber soñado con la venganza.


Golpeó su ojo.


- ¿Qué querías mostrarme ese día, el día que los encontré? Sé que fue cosa tuya.


-Sabes por qué lo hice, siempre fuiste dependiente de mí, siempre confiando ciegamente. Gerard me dijo que un buen amigo haría lo que hice. Deberías de haberme agradecido.


Golpeó su otro ojo.


Furioso agarró mechones de su pelo y comenzó a golpear la cabeza de Caleb contra la asfaltada calle. Estaba casi inconsciente para cuando Benjamín decidió levantarse. Caleb se volvió, tratando de levantarse también. Cayó de cara al suelo. Benjamín aún estaba bastante enojado, y sin pensarlo si quiera pisoteó la cabeza del otro en el piso. Un. Dos. Tres. Sintiendo el poder en su pierna, el niño se creía un dios de la guerra. Cuatro. Cinco. Seis.


Luego corrió, como un cobarde. No quería ver lo que había hecho. Pero se sentía bien. Se sentía bien que por una vez el lloroso y sangrante no fuese él. Se sentía bien haberse defendido.


***


15 años


A esta edad descubrió su fascinación por los libros de más de mil páginas. Eso era lo que estaba leyendo mientras esperaba a que formaran grupos de catecismo en la Iglesia. Debía confirmarse como católico, por más que odiara hacerlo en su pueblo natal. Con sus ex compañeros de la escuela, que lo veían con desagrado.


Suspiró.


Tenía amigos bastante buenos ahora en el colegio, amigos que estaban verificándolo a cada rato por medio de mensajes de texto. Ellos sabían lo difícil que era esto para él. No sabían que su padre lo había obligado. Pensaban que era otra terquedad de Ben. El primer día tuvo que ir con uniforme del colegio, casi haciendo milagros para llegar. Pero se habían atrasado, había gente en las bancas esperando con paciencia.


El año pasado había logrado ser el mejor estudiante de su colegio. Eso le valió otra paliza de los matones que ahora estaban una banca atrás de él. En su defensa había dado una mejor pelea esta vez.


Media hora después estaba en el peor grupo en el que podía estar. Caleb, Elizabeth, Jefferson, Clare y Isabelle (estos últimos tres siendo realmente entrometidos por excelencia, que disfrutaban a muerte provocar a los demás para luego victimizarse). Estaba bien, podía manejarlos. Incluso a la volteada nariz de Caleb.


Esa misma semana conoció a un amigo por internet, poco a poco fue confiando en él. Se llamaba Pablo y era alguien bastante narcisista. Aun así, le dio bastantes fuerzas a Ben para que pudiese ir con la frente en alto a encerrarse una hora cada semana con esas personas.


En la primera semana, el catequista llegó tarde. Tuvo que ver a todos hablando y llevándose bien. Él no podía relacionarse con ellos: lo odiaban. No importaba, él podía con esto. Ben estaba sentado delante de Clare, con un libro en sus regazos. El catequista llegó y comenzó a presentarse.


-Creo que todos se conocen ya. Si hay alguien que no que levante la mano.


Benjamín no se inmutó. Lamentablemente Jefferson sí.


- Ese de ahí, no es de los nuestros –lo hizo sonar como un insulto.


- ¿Ah sí? ¿Por qué no te presentas amigo? –este tipo debía de presentar espectáculos infantiles en su tiempo libre.


- Soy Benjamín –quiso decir más, pero esta gente no lo merecía. Las ironías de la vida, Ben se convirtió en una persona elitista igual que su abuela.


-Bien, bien, el resto se conocen, ¿verdad?


Todos asintieron. Pasó una hoja y un lapicero, debían anotar su nombre. Cuando la hoja llegó a Clare, esta no le pasó la hoja.


-¿Qué hago? ¿Le hablo o sólo se la tiro?


Benjamín se volvió. Tomó la hoja y escribió su nombre. Sin decir nada, sabía que esas palabras dañaban. La cara de repulsión que puso Clare cuando sus dedos se rozaron lo hicieron sentir como putrefacta basura. Si decía algo, sabía que iba a llorar. No quería llorar. No frente a esta gente que se regodeaba con sus fallos, no frente a Caleb y su nariz dañada.


Terminó la clase y fue el primero en salir. Se puso los audífonos y se concentró en la música. Tenía varios mensajes de sus amigos, pero si los leía aquí se iba a quebrar.


Caminó y llegó a su casa. Ignoró las preguntas de su madre, y sólo entró a su habitación, se sentó, llamó a Victoria y lloró. Lloró porque él no tenía la culpa de nada, lloró porque no era uno de ellos, lloró porque estaba feliz de no serlo.


Pasaban los meses, y cada vez se hacía más horrible. Isabelle rayando su ejemplar de Historia de Dos Ciudades mientras Ben iba al baño, Clare y su cara de repulsión, Jefferson y sus burlas, Caleb y su rota nariz, Elizabeth y su lastima hacia él.


Lloraba, cada vez más fuerte. Nada que nadie dijera ayudaba con su dolor, pero estaba agradecido que sus palabras fueran escuchadas. También por Pablo, cuando este le prestaba atención.


Hubo una clase con todos los grupos de confirma, en el salón parroquial. Llegó extremadamente tarde, con varios libros del colegio en los brazos, llevando su uniforme puesto. Todos los ojos estaban sobre él cuando entró. En teoría eran pocas personas, en el pueblo donde vivía había alrededor de cuarenta personas de su edad. Pero eran cuarenta contra uno, al fin y al cabo.


Se sentó al fondo, y escuchó con atención la charla que estaban dando. Llegó sólo para escuchar el final.


Cuando la charla terminó Jefferson, Clare e Isabelle estaban rodeados por el resto cuando él iba saliendo. Él estaba llamando a su padre porque no se sentía bien, y con el peso de los libros prefería que alguien lo fuese a recoger.


-Llamando a papi, huyendo de nosotros –dijo Jefferson detrás.


Sintió presión en sus costillas, vacío en el estómago, sus ojos lagrimear. Se volvió y estaba rodeado. Cuarenta cuerpos a su alrededor. Quería defenderse, quería ser fuerte. Pero no podía, lo intimidaban y no quería llorar.


-No nos habla el príncipe ¿Es que nosotros, los plebeyos somos muy poca cosa para su Majestad? ¿Esos libros suyos son más interesantes que nuestra vulgar presencia? –Siguió Jefferson- ¿O es que si sus amigos ricachones se enteran de que habla con nosotros lo hacen a un lado?


Comenzó a sentir las lágrimas retroceder, a la furia encender.


-No, simplemente no hablo con una bola de idiotas que por sus carencias no me quieren cerca. Si no me quieren no voy a andar suplicando amistad donde se ve que no la conocen. Ni respeto a quienes no lo merecen.


-Dios, ¿quién habla así?, esos libros te están haciendo daño, Majestad -Todos rieron. Tan alto que el alboroto llamó la atención de un catequista.


-Ven, chicos, les dije que Benjamín hablaría con ustedes, es un niño bastante educado. Cuando ustedes llegaron esta tarde a hablarme de él no creí las barbaridades que me dijeron. Me alegra que solucionen sus problemas hablando. Luego se fue, y los cuarenta cerdos se veían con cara de complicidad.


-Claro que sí, señora –dijo Isabelle.


El padre de Benjamín llegó y nunca se había sentido tan aliviado de verlo. Sabía que no aguantaría mucho más. Sin decir más se dirigió al carro y se subió en él.


-No quiero volver.


- ¿Qué?


-No quiero que esas personas se vuelvan a burlar de mí.


-Entonces contésteles a sus burlas, demuestre que puede terminar esto a pesar de ellos.


Y así lo hizo. Unas semanas horribles le siguieron, pero él podía con esto. Siempre se lo repetía.


Un convivio fue efectuado la última semana. Resistió bien aquellas primeras horas. Pero en el almuerzo se sentó solo por decisión propia. A mitad de su hamburguesa llegó una prima de Elizabeth.


-Te podrías sentar con nosotros, si gustas.


Señaló la mesa y Benjamín la vio. Ojos llenos de lástima ¿Qué estaría hablando esa gente de él? La lástima lo puso furioso. Esos ojos eran peor que las burlas, estas denigran a la persona, pero la lástima implica que ser inferior y el dañado ego de nuestro protagonista no podía lidiar con ello. Nuestro Benji, puso su peor expresión.


-Si quisiera almorzar con alguien, almorzaría con alguien. No quiero hacerlo y por eso estoy sólo comiendo una hamburguesa y hablando con mis amigos por teléfono. Muchas gracias, pero su lastima debería estar dirigida a otras personas, esas que necesitan hacer menos de alguien para aliviar sus problemas personales.


Ella negó con la cabeza y se fue. El convivio prosiguió, Benjamín más que feliz en su soledad. O eso se decía a sí mismo mientras trataba de parecer confiado. Todo terminaría al día siguiente. Y tenía suficiente dolor en su interior para poder escribir bastante esta noche.


Al día siguiente, después de la misa en la que se confirmaba a cada persona que había asistido al curso, las cosas empeoraron. Benjamín iba caminando tras de Jefferson y sus dos amigas, hablando de él.


Benjamín se adelantó, tocó el hombro de Jefferson y cuando este volteó Ben lo golpeó. Luego lo agarró de la camisa y lo chocó contra una pared mientras sus dos amigas gritaban inútilmente.


-Pedazo de basura.


Lo soltó y se fue. Entró al carro donde sus padres lo esperaban. Vio a Jefferson imitandolo cerca de donde estaba parqueado el vehículo. La humillación se le subió a la cabeza, abrió la puerta y la cerró de golpe.


Y entonces gritó. Gritó y todos lo volvieron a ver. Gritos al aire. Gritaba maldiciones y gritaba verdades. Todo un espectáculo para aquel pueblucho chismoso. No le importó. Se acercó a Jefferson y antes de que pudiera volver a golpearlo su padre lo haló hacia él. Luego su madre lo abrazó, le dijo que se calmara, que nada pasaba y besó su frente.


Su padre estaba hablando con los tres burlistas.


-¿Que nosotros hablábamos de él? No es tan importante –Jefferson soltó una carcajada. Ben se soltó de los brazos de su madre, ésta tratando de alcanzarlo de nuevo.


Ignoró a las dos marionetas con labial en exceso de Jefferson, y entonces se fue sobre él cayendo al suelo. Su padre lo volvió a levantar y dijo:


-Contrólese, usted es mejor que esta gente.


-Hágalo por mí –dijo su madre. Y viéndola a los ojos comenzó a caminar de vuelta al carro. Él no supo, hasta meses después de que Jefferson anduvo diciendo que el padre de Benjamín lo había golpeado en la cara en repetidas ocasiones, y luego amenazado con atropellarlo con su carro. A final de año escolar, cuando se entregaban las notas, toda esa frustración, cada una de las burlas fueron reflejadas en el rendimiento de Ben. Este año no fue ni siquiera un alumno decente.

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