Códice Selena

Hacía mucho tiempo que Abel no tomaba hasta quedarse dormido. Las lujosas fiestas de famosos y modelos habían perdido su encanto (y su efecto) con los años. Pero ese día, en la comodidad de su living, transitando el fastidio y la saciedad de la cuarentena, la vio en la televisión:
Disney había decidido ese día pasar una maratón de Los hechiceros de Waverly Place.
Bajaba de una escalera caracol, el director le hace un plano corto. Ella, una vez más. Su pelo negro inconfundible, última parada de todas las luces que se le proyectan. Negro de presagio, tan oscuro y obvio como inevitable. Oscuridad caprichosa, porque a todas las luces las transforma en brillo. Luces que enceguecen. Su pelo decorado por una hebilla, que mantenía su flequillo lejos de su cara, juvenil, hermosa. La curva que este trazaba era continuada por sus pómulos y mejillas regordetas, que terminaban descendiendo a su boca. La boca más breve, eficaz y noble que jamás había conocido.
"Un encanto", se dijo Abel.
Toda una serie para oprimir los poderes de una adolescente, todos los capítulos los padres le prohibían usarlos. Al final de la película ella es la domadora, no la domada. Eso lo sabemos todos.
"Encanto", es preciso. Todo el mundo la quiere. Ella muere por encantar, en el sentido mágico y en el sentido terrenal. Amar (por un rato) y ser amada (para siempre).

Ese plano de ella fue lo último que se acuerda de esa noche, por obvias razones. A la tarde siguiente se despertó en el piso, olía horrible y tenía un poco de asco de sí mismo. Mantuvo los ojos cerrados por unos minutos mientras yacía en el piso, con toda la frustración que le quedaba concluyó: "La extraño". Abrió los ojos y giró la cabeza pivotando con el piso como apoyo y notó que había una funda negra bajo el sofá. Pensó que era su celular, así que lo manoteó impulsivamente.
No era su celular, era una libreta totalmente escrita a mano por él.
Era el códice Selena.